Publicada en 1972, Los propios dioses (The Gods Themselves) logró hacerse en su momento con los más prestigiosos galardones dentro de la ciencia ficción literaria: el Hugo, el Locus y el Nebula. Desconocía este curioso dato cuando me enfrenté a su lectura. Sin embargo, una vez terminada, no puedo sino corroborar lo insólito y monumental de su contenido, no ya dentro de la obra de Isaac Asimov, sino de la propia ciencia ficción en general.
El título del libro, llamativo y enigmático, está directamente extraído de un fragmento de la obra teatral La Doncella de Orleans (Die Jungfrau von Orleans, 1801), escrita por el dramaturgo alemán Friedrich Schiller: Contra la estupidez, los propios dioses luchan en vano. De hecho, Asimov trocea la frase y emplea los pequeños sintagmas resultantes para dar nombre a cada una de las tres partes en las que divide su obra: Contra la estupidez… (Parte I), …los propios dioses… (Parte II), …¿luchan en vano? (Parte III).
Los propios dioses puso fin a un hiato de 14 años en los que Isaac Asimov no escribió ninguna novela de ciencia ficción. A lo largo de este parón, y lejos de estar ocioso, desarrolló en gran medida su faceta como divulgador científico, escribiendo ensayos e historias cortas, así como la novelización del guión cinematográfico de la muy encomiable Viaje alucinante (Fantastic Voyage, Richard Fleischer, 1966).
Después de todas las joyas de la ciencia ficción que había escrito hasta la fecha, entre las que destacan la trilogía original de la Fundación (Fundación [Foundation, 1951], Fundación e Imperio [Foundation and Empire, 1952], Segunda Fundación [Second Foundation, 1953]), Bóvedas de acero (The Caves of Steel, 1954) o El fin de la Eternidad (The End of Eternity, 1955), la novela fue recibida con una enorme expectación por parte del público y de la crítica; vamos, lo que hoy vendría a ser un hype del copón. Y, a tenor de los resultados, parece que no defraudó a nadie.
Entrando propiamente en materia, quizá convenga manifestar lo evidente: Los propios dioses es una obra monumental en su concepción. Y también, por qué no decirlo, difícil de escribir. Por momentos, se torna en algo completamente cerebral e insólito. Se asemeja, en este sentido, a Segunda Fundación, la tercera parte de la trilogía original que tan extraordinariamente cerró el ciclo primero de la saga. Ambas poseen en sus núcleos narrativos conceptos abstractos, difíciles de traducir a meras palabras, y cuentan con referentes difusos, complejos incluso de convertir a imágenes mentales.
Los propios dioses, como ya se ha avanzado, está dividida en tres partes. La primera y la tercera, a modo de introducción y desenlace, poseen una estructura clásica; demasiado, dirán algunos. La grandeza de la novela, no obstante, no radica en estas dos partes, sino en la central. Lo que, por lo demás, sería una novela ágil y entretenida, se convierte en algo de un alcance mucho mayor cuando se encajan todas las piezas del rompecabezas.
¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…
Asimov se las ingenia para crear una complejísima raza extraterrestre en poco más de 100 páginas (son las que abarca mi edición de bolsillo). Tan fantástico es su logro, que cada lector tendrá su propia representación física/visual de esa extraña y desconcertante especie: los tríades, una suerte de elementos gaseosos que se combinan entre sí y, como consecuencia de su interacción, dibujan formas y colores.
Sus relaciones (¿sexuales?) necesitan de un detonante: el emocional, que ha de proporcionar la energía necesaria (adquirida de la estrella más cercana) para que el proceso puede iniciarse y desarrollarse con éxito. Por su parte, los racionales dotan de coherencia y lógica la vida de este complejo sistema orgánico. Finalmente, el paternal se encarga de la supervivencia, da sentido al tríade y cuida de la descendencia. Pero hay más; los tríades son solo una parte del todo. La otra parte la conforman unos seres indescriptibles de los que únicamente sabemos que son sólidos y más grandes. Podrían ser humanoides, gusanos enormes, arañas deformes, o lo que cada cual tenga a bien imaginar…
El desconcierto a lo largo de esta parte central es constante. Uno lee y lee tratando de asimilar algo y de asirse a los pocos elementos de anclaje que la narración ofrece. Las descripciones físicas de ese universo paralelo, o parauniverso, combinadas con los sentimientos insospechados y las pulsaciones misteriosas de esos seres que tan humanos parecen, logran generar en el lector una extraña sensación de incredulidad y asombro.
Uno no puede dejar de sumergirse en la desbordante prosa de Asimov, tan precisa y rigurosa como en él es costumbre, pero a la vez tan marciana y rupturista. Y, poco a poco, comienza a atisbarse una luz al final del túnel. Todo parece ir tomando forma, y lo que con tanto detalle se nos avanzó en la primera parte de la novela, al fin logra encajar con esta segunda parte y, más aún, con la tercera y definitiva.
Se requiere de una participación activa del lector. La enorme complejidad de plasmar con palabras algo tan teórico y abstracto, y no solo eso, sino lograr que además se entienda, es una tarea titánica. No sé si habré sido el único, pero tuve que releer los primeros capítulos de la segunda parte para entender lo que estaba sucediendo. Y no creo que sea un problema o un defecto; es, más bien, un gran acierto de dosificación de la información y juego activo con el lector.
Digresiones aparte, la premisa de la novela resulta de lo más atractiva: una fuente de energía infinita (la Bomba de Electrones), surgida/descubierta accidentalmente por un científico de dudosa reputación (Hallan), conecta dos universos, el nuestro y otro (al que todos se refieren como parauniverso), de forma sutil y misteriosa.
Una muestra de tungsteno 186 de nuestro mundo se transforma «mágicamente» en plutonio 186. Algo que no debería ser posible ha sucedido. En este proceso de transformación, además, se produce un intercambio energético entre nuestro universo y el parauniverso en forma de electrones y positrones. Al parecer, unos seres de otro universo cuentan con la tecnología necesaria como para obrar tal milagro, y la Tierra, como no podía ser de otra forma, se suma a la explotación del genial invento, con Hallan a la cabeza. Pero pronto surgen algunas voces en contra de la Bomba de Electrones…
Desde las primeras páginas, me sentí atrapado. Las discusiones científicas, las luchas de poder y de egos, los tiras y aflojas internos, la política; todo cumple con su cometido dentro del escenario global de los acontecimientos. Da cohesión a lo que está por venir. Es la masilla, quizá no la más bonita ni la más pulida, pero no importa: los ladrillos son de buen material, y la estructura se mantiene, pues, sólidamente en pie.
La tercera parte de la novela bebe nuevamente de Fundación. No es algo malo; al contrario, funciona bien y dota a la historia de un ritmo ágil y distendido. Pero no hay más espacio para la sorpresa, y los personajes no terminan de destacar ni brillar con intensidad; se amoldan al clásico arquetipo de Asimov: científicos ambiciosos y capaces de las más astutas maniobras. El personaje de ella, Selene, un resquicio de la Segunda Fundación, con un extraño sexto sentido que le permite intuir ciertas realidades de manera inexplicable; el Comisionado Gottstein, presente para ayudarnos a nosotros, meros lectores, a enterarnos de lo que Denison y el grupo de científicos lunares están tramando, etc.
La acción se redirige a la Luna en este último acto. Si bien se nos ofrecen llamativas escenas sobre la adaptación del ser humano a las condiciones lunares, y sobre cómo estas han modificado algunas de las características más humanas de los humanos (redundancias aparte), en el fondo todo sigue un patrón demasiado lineal y previsible.
Así y todo, Asimov pone sobre la mesa cuestiones tan vigentes hoy en día como las de la energía limpia, la sostenibilidad de una sociedad expansiva y devoradora de recursos, y la siempre complicada política en las altas esferas (con viejas rencillas territoriales incluidas, la Luna vs. la Tierra en este caso…).
La Bomba de Electrones es la fuente de energía definitiva: limpia, infinita, gratuita… pero, ¿es segura?
Ante una sociedad necesitada de nuevas formas de energía para hacer sostenible un ritmo de vida desfasado y agresivo, este mayúsculo descubrimiento es celebrado por todos los estamentos sociales. Aquellos que, como Denison o Lamont, alertan sobre la posibilidad de que la Bomba de Electrones pueda no ser todo lo segura que se promulga, son acallados y apartados de la práctica profesional. Estos científicos alegan que se está produciendo un desequilibrio energético entre nuestro cosmos y el parauniverso, y que puede terminar, si no se remedia, con el estallido repentino del Sol…
Cabe preguntarse cómo se reaccionaría a día de hoy ante un descubrimiento similar. En los años setenta, cuando la novela fue escrita, el petróleo hacía de la suyas en cuanto a commodity que es, tan volátil como cualquier otra materia prima, y siempre en centro de cualquier conflicto bélico o político del escenario internacional, con guerras de precios y crisis energéticas.
Hoy en día, casi cinco décadas después, el petróleo sigue siendo la principal fuente de energía del mundo. Las sociedades occidentales comienzan a despertar a nuevas formas energéticas más sostenibles y amables con el medio ambiente. Pero, si algo como la Bomba de Electrones apareciera en nuestras vidas, ¿se haría publico? No parece probable, y menos en cuanto a una ruptura total del statu quo que supondría. Demasiados intereses en juego, tanto empresariales (que les digan algo de esto a Chevron, ExxonMobil, BP, Royal Dutch Shell o Total, algunas de las empresas más ricas y poderosas del mundo) como estatales (EE.UU., Oriente Medio, etc.). La energía de fusión fría lleva años en el candelero. Quizá algún día se alcance el desarrollo técnico necesario para dominar tal tecnología. La ciencia parece respaldarlo. ¿Lo hará la economía? ¿Y los principales actores del mundo? Que cada cual encuentre sus propias respuestas.
Volviendo a la novela…
En última instancia, Los propios dioses se resuelve salomónicamente. Una solución inesperada y de contingencia para contentarlos a todos. Se elimina de raíz la amenaza principal; el Sistema Solar ya no está en peligro. A cambio, se inicia un nuevo modelo, en apariencia sostenible, mediante el cual todo desfase provocado por el intercambio energético entre nuestro universo y el parauniverso termina equilibrándose gracias a la introducción de otros universos paralelos en la ecuación; a saber, los cosmegs (o huevos cósmicos), mundos en los que no hay espacio o vacío, solo masa. Son universos primigenios en los que, y como consecuencia de la introducción de esta inestabilidad que se pretende llevar desde nuestro mundo, la vida puede llegar a desarrollarse con el paso del tiempo. De esta forma, el huevo cósmico se termina por desestabilizar y un big-bang se produce en su interior…
De esta manera, Asimov se guarda un último as en la manga con el que cerrar el círculo en torno a los propios dioses. No son los tríades, ni los seres duros (o puede que en parte sí), sino nosotros, los humanos; entre quienes la estupidez campa a sus anchas y desde donde se inician todos los problemas. Pero lo que también surge en nuestro seno es un nuevo modelo de desestabilización cósmica y, a la postre, de creación de vida donde antes no la había. Somos los propios dioses…
…¿y luchamos en vano?
Más sobre Asimov, por aquí: Los robots del amanecer (The Robots of Dawn, 1983).