Me crucé fortuitamente con esta novela durante una de mis frecuentes visitas al Generación X situado detrás de la Plaza de la Luna. Desde el primer momento, tuve claro que no me iría de allí sin ella bajo el brazo (previo pago, entiéndase). Supongo que el título jugó su parte, poderoso y sugerente: Mil millones de años hasta el fin del mundo (conocida en inglés como A Billion Years Before the End of the World o Definitely Maybe: A Manuscript Discovered Under Unusual Circumstances). Saber que los hermanos Strugatski se encontraban detrás fue la puntilla que necesitaba. Ni siquiera leí la sinopsis de la contraportada; ya sabía todo cuanto me hacía falta.
Hasta el momento, mi único acercamiento a la obra literaria de los hermanos Strugatski había sido la extraordinaria Stalker: picnic extraterrestre (Roadside Picnic, 1972). No puedo dejar de recomendar su lectura. Una obra ambiciosa y provocadora sustentada sobre una premisa que es a la vez una gran broma: los extraterrestres nos han visitado, pero solo estaban de paso. Los sitios en los que aterrizaron, de picnic o de lo que demonios fuera, han quedado marcados para siempre; impregnados con extrañas radiaciones y plagados de objetos que dejaron tras de sí, incomprensibles para la ciencia humana. Por su peligro, nadie se adentra en estos lugares; nadie salvo los stalkers, cazatesoros modernos que buscan entre los restos alienígenas un pasaje para escapar de su rastrera existencia.
La novela fue adaptada al cine por Andrei Tarkovski (Stalker, 1979), en la que es una de sus películas más memorables. No obstante, diría que se trata de obras complementarias. Cada una ahonda en cuestiones distintas; los Strugatski parecen más interesados en ahondar en el patetismo de sus personajes, en lo incomprensible de la vida, en la rudeza y vileza de quienes pueblan la Tierra; Tarkovsky se centra más en una reflexión sobre la vida y la muerte, en el lugar que ocupa el ser humano, en la redención y el perdón.
No quería desbarrar demasiado, pero no he hecho otra cosa desde que comenzara a escribir esta entrada. Y creo que voy a irme un poco más por las ramas (creo que justificadamente): el otro día tuve la oportunidad de ver una reposición de la película Qué difícil es ser un Dios (Hard to Be a God, Aleksey German, 2013), adaptación cinematográfica de la novela homónima de los Strugatski. Fue en el Cine Doré, con motivo de un ciclo de ciencia ficción europea.
En la obra, se narra la vida de unos hombres de ciencia que, en un futuro no muy lejano, son enviados a un mundo primitivo donde la sociedad se encuentra anclada en una suerte de Edad Media. Allí, los científicos se harán con el control de la sociedad y se erigirán en reyes, para desconcierto de las gentes que habitan ese mundo, que bastante tienen con soportar las penosas y precarias circunstancias de su vida.
Como película, me pareció un monumento al cine, única y compleja. Desagradable, brutal, sucia, absurda, recargada, decadente… Quizá termine por escribir una reseña, pues bien lo merece. No apta para todos los paladares, eso sí, pero estimulante y magnética como pocas veces he visto en mi vida. Pequeña joya a descubrir.
Ahora sí, vamos a lo que nos interesa… A Mil millones de años hasta el fin del mundo, ¡que no es poco!
Prometo no volver a dispersarme.
Mil millones de años hasta el fin del mundo sigue las vicisitudes de Andrei Malianov, un científico soviético que está a punto de dar con un descubrimiento que puede cambiar la ciencia para siempre, y conseguirle de paso el Nobel que tanto ansía. Sin embargo, cuando apenas le queda por resolver unas pocas ecuaciones para finalizar su tratado, una serie de extraños acontecimientos le impiden llevar a buen término su investigación. En su lugar, se verá inmerso en una extraña y desconcertante opereta de la que, junto a otros colegas científicos, tratará de huir para poder enfrentarse de una vez por todas a su trabajo… y terminarlo.
Es exactamente lo que esperaba encontrarme. La novela tarda en arrancar, y cuesta entrar en el delirante universo de sus personajes, pero, una vez conseguido, la recompensa es mayúscula. Su corta extensión (mi edición apenas cuenta con 168 páginas; supongo que es la misma que la de la mayoría de la gente afincada en España, editada por Sexto Piso) y su ritmo ágil hacen de su lectura un agradable y divertido pasatiempo y, no por ello, carente de trascendencia.
Los personajes son ridiculizados de mil millones de formas distintas a lo largo del relato. La pluma de los Strugatski no hace prisioneros, y se despacha a gusto con cada uno de los científicos descritos, gente acuciada por las dudas y atrapada en los más variados vicios: el alcohol, la comida, la envidia, el orden estricto…
La estructura narrativa posee cierto grado de originalidad. Los acontecimientos se suceden linealmente, si bien hay un tono perturbador en la exposición. Los capítulos están compuestos por extractos sacados de un ficticio diario en el que se recogen los acontecimientos vividos por su protagonista, Andrei Malianov.
La narración se disloca por momentos, tal y como les sucede a los personajes principales: lo que en principio está narrado en tercera persona, pronto pasa a estarlo en primera persona. Una cualidad esta, curiosa, que acerca la novela a un ensayo sobre la locura, con momentos trasnochados y grotescos que provocan carcajadas y lástima a partes iguales.
La novela se desarrolla en apenas un puñado de escenarios, a la estela de lo que podría ser una obra teatral. Nada rocambolesco; una cocina, una sala de estar, un descansillo. Lo mundano como escenario de la mayor de las trascendencias imaginadas y por imaginar…
¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…
…el universo homeostático.
Esta es la idea que con más fuerza me impactó. Plantea que el universo puede ser un ente con cierta capacidad de acción sobre lo que acontece en su seno. Bajo esta premisa, y con el objetivo de garantizar su existencia, cada vez que alguna teoría científica que pueda suponer el germen de un desarrollo evolutivo en la civilización tal que, en generaciones futuras, esta sea capaz de intervenir sobre el propio universo y alterarlo artificialmente, este es capaz de detenerlo de raíz.
Así, a cada uno de los científicos que pululan por la novela, el universo los estaría distrayendo valiéndose de las más extravagantes, disparatadas y ridículas tácticas, aunque, al fin y al cabo, efectivas: llamadas a deshoras, desconcertantes visitas, paquetes que llegan sin haber sido solicitados, largos interrogatorios dirigidos por la policía…
Todo vale con tal de evitar el fin del mundo, aunque este vaya a producirse dentro de mil millones de años, cuando ya ninguno estaremos por aquí para verlo. Porque eso es lo que al final está en juego, si bien los protagonistas no pueden ni desean ser conscientes de ello. Y, lo que es más, aun siéndolo, ¿cómo puede el progreso poner en jaque al universo? ¿No es acaso la ciencia y el desarrollo lo que nos hace libres y lo que permite que podamos escapar de las cadenas con que la superstición y la religión nos han tenido durante tanto tiempo prisioneros, ignorantes y sumisos?
A esto, entre otras cosas, juegan los Strugatski con un marcadísimo humor negro, con diálogos delirantes y divertidos, y con una nada sutil crítica al comunismo y la vida en la Unión Soviética.
Y nos deja una enseñanza: es mejor no llevar la contraria al universo; de lo contrario, puede que te haga la vida imposible.