He visto Ad Astra hace apenas unas horas y aún no la he terminado de procesar. No tenía pensado sentarme a escribir una reseña a estas horas, pero lo cierto es que sigo dándole vueltas a la película. Me ha removido por dentro, a un nivel muy visceral. La he estado comentando con un amigo durante una hora larga, y luego he seguido rumiándola. Hay algo en el fondo de esta historia, en la manera de contarla, en los recovecos emocionales de su protagonista, que no puedo apartar de mi cabeza. Y no lo comprendo del todo.
Entiéndaseme: el guion es sólido, el aspecto visual, portentoso, la música, la dirección, las interpretaciones… todo funciona. Todo es más que correcto. Pero la clave está en los detalles; creo que es ahí donde radica la extraña dignidad de Ad Astra. Instantes disonantes que explotan y se expanden hasta lo más hondo del alma. Todo suena a convencional, a ya visto, no hay sorpresas ni grandes giros; es la sutileza de los pequeños momentos, diseminados por aquí y por allá, lo que termina por dotar al filme de un ADN propio y una fuerza inesperada.
La primera referencia que a uno le viene a la cabeza quizá sea Interestellar (Christopher Nolan, 2014). Si bien los paralelismos están ahí y son más que evidentes, a poco que uno bucee en la propuesta se encuentra con que Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) es la película de la que más intensamente bebe. Y, por extensión, de El corazón de las tinieblas (1902), de Joseph Conrad.
¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…
Esa odisea hasta los infiernos comienza con la búsqueda de un padre ausente y desaparecido, el héroe de todos y un pro-hombre para la raza humana. Roy (Brad Pitt) ha de cargar con esa losa: su padre, Clifford (Tommy Lee Jones), es el hombre a quien todo el mundo admira y venera, el líder de un mundo en decadencia, sumiso y perdido. Cuando Roy descubre que su padre puede seguir con vida y que hay un plan para establecer contacto con él, se lanza sin pensárselo. Su padre es la parte de él mismo que no ha sido capaz de aceptar todavía; de procesar, si se prefiere. Necesita encontrarlo para hacer las paces consigo mismo. Perdonarlo, perdonarse.
La odisea comienza. Roy cae simbólicamente a los infiernos desde la primera secuencia, resuelta de manera impactante y preciosista. Una tormenta eléctrica asola una enorme antena que, desde la superficie, se eleva hasta el firmamento, a decenas de kilómetros de altura. Ecos de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013). Destrucción, heroísmo y caída libre. Roy no pierde la consciencia, y es capaz de abrir su paracaídas a tiempo. Algo está desestabilizando la vida en la Tierra. Unas extrañas tormentas eléctricas ponen el mundo patas arriba.
Roy apenas es capaz de levantarse. Atormentado por el fracaso de su última relación sentimental, se recupera de su caída en la soledad de una habitación de hospital. Los militares reclaman su presencia. Le cuentan que su padre no está muerto, que es posible que viva, y que parece que todos los problemas de la Tierra se deben a él. A algo que ha hecho o ha dejado de hacer. Roy parte a una Luna convertida en una Tierra de segunda, invadida por las mismas multinacionales que han tomado el planeta madre, los mismos problemas, la codicia, los saqueos, los mismos robos y las mismas mentiras.
El ser humano es un virus.
¿Hay vida inteligente? ¿No la hay? ¿Mundos vacíos, o preparados para albergar vida más allá de la Tierra? ¿Condena o bendición? James Gray no parece posicionarse, o sí. Ad Astra rezuma decadencia y nostalgia desde el primer fotograma. La humanidad ha tocado techo (o fondo), apenas hay nada que la mueva, más allá de la exploración espacial. Es el único halo de esperanza. Esa melancolía se filtra a través de cada escena, y creo que es donde se esconde la verdadera grandeza de la película. Eso que me ha removido. Esos monos con los que estaban experimentando y que se han rebelado y han terminado por tomar la nave noruega, esos piratas sobre la superficie de la Luna, esos ejecutivos/militares de SpaceCom que lo único que buscan es protegerse a sí mismos y a sus inversiones, esa astronauta cuya cabeza se hace papilla al estrellarse brutalmente contra la ventana en pleno despegue…
El ser humano es un virus, otra vez.
Roy vuelve a casa con un puñado de planetas bajo el brazo; su padre los ha analizado y no ha encontrado ningún indicio de vida inteligente. Una buena noticia: el ser humano quizá pueda seguir expandiéndose y propagando su decadencia. Quizá haya algunos siglos dorados de crecimiento sin precedentes. Quizá las empresas generen más riqueza que nunca, y esta termine por filtrarse a la población. Quizá.
O quizá no. Roy se ha reencontrado consigo mismo y se ha perdonado. Ha descubierto el verdadero rostro de su padre… y le ha perdonado. Ha mantenido su investigación intacta, la ha preservado y ha legado sus descubrimientos a la humanidad. Él ha cumplido. Se merece un descanso. Ha visto el horror, pero ha regresado para contarlo y vivir esa vida que siempre había temido tener que vivir.
Sorprende que James Gray haya sido capaz de confeccionar una obra de ciencia ficción tan imponente y profunda sin contar con una experiencia previa en el género. Muchos dirán que Ad Astra no es ciencia ficción al uso, que es un drama, el relato intimista de un astronauta. Y tienen razón. Pero ahí están los códigos del género, y mejor representados que en otras muchas obras, a priori, más de género. La base lunar, ese transbordador por el que te cobran 125$ por pedir la mayor de las nimiedades, esas habitaciones repletas de imágenes de animales y sonidos terrestres, ese Marte crepuscular, donde confluyen interminables pasillos y una soledad infinita… Todo encaja. Detalles y más detalles. Una persecución lunar con poca gravedad, con ausencia de sonidos, pero compensados magistralmente por una banda sonora magnética y bucólica. Max Richter y otros al servicio del espacio profundo, y de la profundidad del alma humana.
Y luego está la principal referencia de todas. No es Gravity, ni Interstellar, ni Marte (The Martian, Ridley Scott, 2015), ni High Life (Claire Denis, 2018) ni 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968)… Es, como ya he comentado al comienzo, Apocalypse Now. Un tour de force, esta vez no hasta el corazón de las tinieblas ni de la selva vietnamita ni congoleña, sino del Sistema Solar, de Neptuno. Neptuno: el planeta más intrascendente de nuestro vecindario. Nadie habla de él, es el gran olvidado. Incluso Plutón, ese planeta que ahora no es planeta pero que en su momento lo fue, ha dado pie a más conversaciones. Clifford se encuentra en Neptuno, y no es por azar. El planeta olvidado. El mayor héroe de la raza humana, desterrado, por culpa de ese motín fallido y esa ansia de descubrir que hay vida cuando lo único que prevalece es la muerte. Muerte de la tripulación, muerte de la esperanza… y el principio de los problemas para la Tierra. El núcleo de la nave se ha fusionado. La antimateria no se sabe cómo demonios está allí reaccionando. No importa.
Clifford, la antimateria, la fusión nuclear… Ese es el corazón de las tinieblas del Sistema Solar y de Ad Astra, y Roy es el militar riguroso y que nunca se sorprende, con unas pulsaciones a prueba de bombas, y que tiene motivos personales para llegar hasta el final. Siente fascinación por ese hombre que es su padre, pero del que poco sabe. El horror. Intenta salvarlo a pesar de ser menospreciado y, a la vez, halagado por la sombra de lo que algún día fue. El bien y el mal. No hay vida inteligente más allá de nuestro Sistema Solar: ¿es eso una bendición o una maldición? Nos tenemos a nosotros mismos, como dice Roy, pero la pregunta se mantiene, indeleble: ¿es eso una bendición o una maldición?
Magistral y perturbadora.