Aparte de uno de los discos de drone electrónico más fascinantes de los últimos años (A U R O R A [2014], de Ben Frost), Aurora es también la decimoséptima novela (ahí es nada…) del estadounidense Kim Stanley Robinson, conocido por su premiada y emblemática trilogía sobre la colonización de Marte (Marte rojo [Red Mars, 1992], Marte verde [Green Mars, 1993] y Marte azul [Blue Mars, 1996]), así como por su prosa, eminentemente científica, y desbordante de rigor, precisión y detalles.
Me consta que, dentro de la ciencia ficción, Kim Stanley Robinson no es del agrado de todos, y me sorprende, pues yo soy de los que disfruta, y mucho, con su estilo, frío (tan criticado), y su desbordante imaginación. Dejando al margen la Trilogía de Marte, guardo un muy buen recuerdo de algunas de sus obras, quizá menores, como Icehenge (1984) o 2312 (2012). Si me preguntaran, situaría Aurora entre este cupo de novelas no tan brillantes y memorables. Y habrá quien diga: «ya querrías tú escribir un libro la décima parte de genial que Aurora». Y no le faltaría razón. Pero yo no soy uno de los grandes de la ciencia ficción contemporánea, como sí lo es Kim Stanley Robinson, y es por eso que debemos valorarle de acuerdo a su trayectoria y a sus méritos pasados, que no son pocos ni mundanos.
Dicho lo cual, y volviendo a Aurora, es de justicia reconocer que está lejos de ser una novela olvidable o prescindible. Hay en ella material suficiente como para detenerse y reflexionar cada pocas decenas de páginas. Pues bien, eso es precisamente lo que voy a hacer a lo largo de los próximos párrafos: lanzar pequeños dardos informativos por aquí y por allá, y desmenuzar lo mucho que una obra tan porosa y rica en matices es capaz de dar de sí.
(Pequeño alto en el camino. Hay un vídeo extraordinario que Ediciones Minotauro subió a YouTube con motivo del lanzamiento de la novela en España. En él, el propio Kim Stanley Robinson explica la génesis de su obra y reflexiona sobre algunos de los aspectos técnicos que ha tenido en consideración para sus planteamientos. Muy recomendable e ilustrativo.)
La trama de Aurora gira en torno a la última generación humana de una nave interestelar que, décadas atrás (casi dos siglos), fue lanzada desde la Tierra con el objetivo último de alcanzar el sistema de Tau Ceti y colonizar una de sus lunas, similar a nuestro planeta. Sin embargo, la tripulación tendrá que enfrentarse a numerosos retos, no solo a su llegada al nuevo sistema interplanetario, sino a lo largo del trayecto. Sobrevivir se convertirá en su principal preocupación, y la ciencia, junto a una nave de última generación, se erigirá en una importante aliada de la humanidad. ¿Será la tripulación capaz de alcanzar de una sola pieza su destino? Y, de hacerlo, ¿conseguirá asentarse con éxito en el nuevo mundo?
Esta es la premisa de Aurora. Los asiduos a la ciencia ficción encontrarán numerosos referentes a los que acudir a la hora de valorar y situar la novela de Kim Stanley Robinson dentro del subgénero de los viajes interestelares. Él mismo, de hecho, no es ningún profano en la materia; ya en algunas de sus anteriores obras coqueteaba con los viajes interplanetarios (Icehenge o 2312, sin ir más lejos). En Aurora, no obstante, este es el hilo conductor de la narración; o eso es, al menos, lo que todos imaginamos cuando nos enfrentamos de primeras a su lectura… Y bien está creerlo, pero pronto surgen los matices; ¡ay!, los inevitables matices.
Antes de comenzar con el destripe argumental (requerido y muy necesario en un caso como el que nos ocupa), valga decir que Aurora se lee con suma facilidad y mantiene el interés (renovado cada pocas páginas con giros narrativos y, hasta cierto punto, inesperados); es todo lo que uno espera encontrarse en una obra de Stanley Robinson: especulación con base científica y una nutrida colección de conceptos físicos y cavilaciones filosóficas (unas quizá más acertadas que otras).
Ahora bien, esa marca de la casa se deja ciertos enteros por el camino. No tildaría Aurora de fallida, si bien dista de ser redonda. Es una novela que juega demasiado con las vueltas de tuerca; con las expectativas; con lo insólito (y, no por ende, lo más sorpresivo)… y a veces se quema en el intento, dejándose elementos por el camino. Por momentos, se percibe como una extraña fuga a ninguna parte, y da la sensación de que Stanley Robinson está más interesado en huir de lo previsible (incluso de sí mismo) que en cerrar una historia tantísimas páginas atrás presentada.
Pero vayamos por partes.
Lo prometido es deuda: festival de destripes.
¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…
Pesimismo.
Esta es la idea que con más fuerza resuena a lo largo de Aurora, y así quiero empezar, directo a la yugular; con la parte emocional más que con la racional. De hecho, algo me dice que Kim Stanley Robinson también ha dado un peso mayor de lo que en él es habitual a este aspecto anímico sobre el técnico-científico.
El ser humano no ha nacido para conquistar las estrellas; no está preparado, ni biológica ni psicológicamente. Es la primera y más machacona de las tesis que Robinson plantea. La vida se abre camino aquí, en nuestro mundo, pero también allá afuera, en el vasto e incomprensible Cosmos; y es más habitual de lo que a primera vista pueda parecer. Pero hay un matiz: sí, la vida arraiga con facilidad en su propio mundo, en su hábitat particular, pero no en otros. A la hora de dar el salto a un ecosistema distinto, todo lo que ha favorecido la aparición y consolidación de una determinada forma de vida, se vuelve en su contra, y cada una de estas facilidades se transforma en un impedimento diferente. Esta es una de las ideas más potentes de la novela.
Si empleamos la propia estructura de la obra para analizarla, en Aurora pueden distinguirse hasta cuatro partes con relativa facilidad.
La primera de ellas muestra la travesía de un grupúsculo de personas a bordo de una nave interplanetaria en su marcha hacia la Tierra Prometida, Aurora. Los elementos que Kim Stanley Robinson maneja son los esperables: científicos encargados de controlar cada retazo de vida en la nave, obsesionados con el reciclaje y las normas sociales y organizativas. Distintos biomas organizan y estructuran la vida humana en la nave. Cada uno de ellos representa un clima diferente de la Tierra, con sus características intrínsecas, incluida una flora y una fauna particulares. Todos los tripulantes saben que forman parte de una misión común, compartida, y se pliegan a las necesidades de la nave, su mundo. Generaciones enteras de seres humanos se han visto obligadas a pasar por esto; han nacido, vivido y fallecido en el seno de una nave-mundo. Para todos ellos, nacidos en la nave, no ha habido mucha libertad de elección; sus antepasados han decidido en su lugar (más sobre esto en solo unos párrafos).
En esta primera parte se perfilan los principales personajes. Devi es la ingeniera jefa de la nave; la encargada de velar por su buen funcionamiento. Su trabajo, como pronto constatamos, es una mezcla de inteligencia, rapidez de pensamiento, creatividad y liderazgo espiritual. Cuando la nave falla, el mundo falla. Devi es la profeta tecnológica, la que mejor conoce cómo funcionan los entresijos tecnológicos del navío y a quien todos acuden en busca de soluciones. Su hija Freya, apenas una niña en este momento, se nos presenta como el personaje que ha de sucederla en su cargo. Cuando Devi no esté, ella liderará a la humanidad de la nave-mundo. Pero no empleará la ciencia y la técnica como su madre; no, no es tan lista, ni tan espabilada, ni tan ágil de mente… Lo hará a su manera: a través del conocimiento de las inquietudes de sus iguales, con herramientas psicológicas y sociológicas.
Kim Stanley Robinson reflexiona sobre las consecuencias evolutivas que un viaje interplanetario de estas características podría tener sobre los seres humanos. El ambiente claustrofóbico, el uso intensivo de unos mismos recursos, reciclados hasta la extenuación o la pobre renovación genética humana, provocan una suerte de involución, inevitable. Cada nueva generación es algo menos inteligente que la anterior, un poco más torpe, peor preparada… Freya es la última de un linaje que comenzó décadas atrás. Ella no se siente especial, pero el mundo a su alrededor no hace sino recordárselo. La única manera a través de la que puede erigirse en una líder, es a través del componente social, y bajo la guía y la extrema precisión de la inteligencia artificial de la nave. Toda la perspicacia que Devi poseía, en cierto modo, le ha sido legada a la I.A. De hecho, Stanley Robinson nos muestra a una enferma Devi, sabedora de que sus horas están contadas, a menudo más centrada en enseñar y educar a la nave que a su propia hija Freya. Con el tiempo, el complejo Freya-nave conformará un único ente; el vástago definitivo de la genialidad de Devi, y la última esperanza de los viajeros del espacio.
La segunda parte de la novela describe la llegada a Aurora, la luna habitable de uno de los planetas del sistema de Tau Ceti. Han tenido que pasar casi dos siglos, pero la misión está cerca de su consecución. Los más aventureros son los primeros en abandonar la nave, su mundo, dispuestos a adentrarse en lo desconocido. El plan es sencillo: establecer una base de operaciones sobre la superficie de Aurora y, poco a poco, construir lo que será el principio de la nueva civilización. Podrán acceder a nuevos recursos y seguir empleando los numerosos biomas terrestres con una menor presión poblacional. No será una tarea fácil, pero les permitirá dejar atrás, al fin, la nave-mundo-cárcel y ver su futuro con optimismo.
En este punto, Stanley Robinson decide ejecutar el primero de sus giros argumentales, quizá el más coherente de todos: Aurora no es el paraíso que prometía ser. Al poco de posarse sobre su superficie y comenzar la construcción de los primeros módulos de la base, varios miembros de la tripulación mueren en extrañas circunstancias. La causa no tarda en manifestarse: una especie de virus ha arraigado con fuerza en Aurora y su ventosa atmósfera, letal para los seres humanos. Súbitamente, Aurora deja de ser la Tierra Prometida para convertirse en un infierno (otro más) para la humanidad.
Llegados a esta encrucijada, sorprende la secuencia de acontecimientos que este descubrimiento pone en marcha. Encontrar formas de vida patógenas en un planeta situado a varios años luz de distancia de la Tierra no debiera ser del todo inesperado. Sin embargo, para que la dialéctica del relato de Kim Stanley Robinson funcione, esto termina por provocar un cisma entre los viajeros del espacio. De repente, y para muchos, nada tiene sentido: si en Aurora hay un virus, su colonización es imposible, y las esperanzas que la humanidad había depositado en asentarse en un nuevo mundo se esfuman.
En apenas unos días, cuando los pioneros que habían descendido a la superficie de Aurora deciden regresar a la nave, a salvo del mortífero virus, se produce una catástrofe humanitaria. El resto de la población, que se había quedado a bordo, a la espera del establecimiento del campamento base, les niega la entrada; tienen miedo de que porten, sin saberlo, el virus en su seno. Se producen ataques indiscriminados entre unos y otros, y una pequeña guerra civil termina por estallar y configurar dos bandos perfectamente contrapuestos. El verdadero rostro de la humanidad queda al descubierto, ese que apenas la inocente esperanza de un mañana mejor había mantenido a raya durante los años de peregrinaje. Lo más interesante del relato es que no se establecen juicios éticos ni morales superficiales; no hay buenos ni malos. De hecho, es fácil identificarse con los «otros»; los que no son ni Freya ni los protagonistas, y ese es un punto muy a favor de Robinson.
Cuando la situación se calma, se produce el más fantástico de los giros argumentales: un buen número de los supervivientes decide que la mejor opción es regresar a la Tierra. Así, sin anestesia. Hablamos de personas que se han pasado la vida malviviendo en una nave-mundo, y cuyo único anhelo era alcanzar su destino, un nuevo mundo por colonizar. Tras la fallida experiencia de Aurora, en lugar de probar con otro planeta o seguir hacia su próximo destino (en una estrella cercana), muchos deciden que la mejor opción es regresar a la Tierra en un viaje que ninguno de ellos podrá completar en vida. ¿Tiene sentido algo así? Si llegar a la Tierra fuera posible en vida, podría entenderse. Pero, no siéndolo, ¿quién querría meterse otra vez en la misma maldita nave para regresar al punto de partida, un mundo que no conocen, siglos después de comenzar la travesía?
No parece que sea algo del todo lógico, y Kim Stanley Robinson, conocedor de la situación, se saca un as de la manga y da un vuelco completo a la narración. Otro deus ex machina. Gracias a una novedosa técnica de hibernación, es posible mantener dormidos y congelados a los tripulantes de la nave-mundo hasta que alcancen la Tierra. Lo descubren gracias a las retransmisiones que, desde hace años, llevan recibiendo del Sistema Solar. Al mando de la nave quedaría la I.A., responsable del cuidado de la tripulación hibernada y del mantenimiento de los biomas. Lo verdaderamente conflictivo del asunto es que esta posibilidad no estaba sobre la mesa cuando se votó regresar a la Tierra. De haberlo estado, podría entenderse que muchos se lanzaran a probarla. Los que deciden volver, lo hacen bajo la esperanza de que serán los descendientes de sus descendientes los que algún día, con suerte, llegarán a la Tierra. Probablemente este sea uno de los elementos narrativos más discordantes de Aurora.
No obstante, todo este cúmulo de circunstancias y giros argumentales cumple con su cometido. Le permite a Kim Stanley Robinson reflexionar, entre otras cosas, sobre la futilidad de los viajes intergeneracionales, o sobre el destino de la humanidad más allá de su lugar de origen; y sobre la vida en general, las normas del Cosmos, el destino, la libertad y la razón. No seré yo el que se oponga a estos altos y nobles conceptos. Sin embargo, el precio a pagar es una novela que se desarrolla a trompicones, con personajes y motivaciones a menudo forzados, y situaciones que, en más de una ocasión, se resuelven de forma inesperada o abrupta. No me parece un problema grave, pero sí impide que la novela alcance un grado de dignidad y sobriedad irrefutables.
Las tesis de Robinson quedan claras. El pesimismo en torno a la humanidad y la vida más allá de la Tierra es perceptible y palpable desde las primeras páginas. Es un mensaje interesante y, en cierto modo, disonante respecto al generalizado en la ciencia ficción, más proclive a un optimismo desmedido e irracional.
La cuarta parte de Aurora se corresponde con la llegada a la Tierra de algunos de los tripulantes que decidieron regresar en la nave-mundo (hubo otros, dicho sea, que optaron por quedarse en los alrededores de Aurora, con una parte de la nave a su disposición, y con el objetivo de seguir intentando la colonización; nada volvemos a saber de ellos). Tras el protagonismo de la inteligencia artificial en el viaje de regreso, con muchos de los pasajes más inspirados de la novela, llega la melancolía; el desenlace.
La Tierra no es ese lugar que todos se habían imaginado, idealizado. Ha habido progreso, parece que el mundo vive en una extraña y forzada armonía, pero no hay una alegría generalizada; no hay motivos para la celebración. A Freya y a los suyos les cuesta entender la vida sobre la Tierra; las naciones, sus gentes, las luchas de poder. El nivel del mar, la sociedad; todo está conectado. Sienten vértigos y náuseas de un mundo que no terminan de comprender. Su auténtico planeta es la nave-mundo; es donde nacieron y se criaron, y donde sus padres lo hicieron antes que ellos. Lo único que comprenden. La Tierra firme, pese a ser el origen de la vida humana, se manifiesta como un elemento ajeno a su concepción vital.
Así, el único lugar en el que Freya será capaz de encontrar un pequeño alivio es en el mar, en ese punto intermedio entre el espacio y la tierra. Solo sobre las aguas, a merced de las mareas y las olas, de los planetas y la gravedad, logrará encontrar un punto de anclaje con la Tierra. Quizá sea la parte más redonda de la novela, si bien ha habido que realizar varios triples mortales para llegar hasta aquí.
Esta es una de las sensaciones que a uno le quedan después de las miles de palabras que conforman la novela: muchas idas y venidas, innumerables giros argumentales (algunos forzados) y, en definitiva, un camino pedregoso e irregular para llegar a un destino que nadie podría imaginarse al poner sus manos sobre los primeros capítulos. En realidad, quizá este sea uno de los méritos de Aurora: la constante sorpresa, la perenne sensación de novedad. Yo mismo estoy hablando de ello, y de manera elogiosa, ¿no es así? Pero cuando se lee a alguien tan preciso y minucioso con todo lo que tiene que ver con la ciencia, uno espera el mismo tipo de mimo hacia la estructura narrativa.
La I.A. de la nave desempeña un papel fundamental, no solo en la trama, sino en los mismos procesos narrativos. A través de la evolución y el aprendizaje de la I.A., la narración va tomando forma, perfeccionándose. Puede que sea un truco algo tosco, pero se entiende lo que llevó a Kim Stanley Robinson a plantear un escenario así. Una vez que la escala de tiempo humana es superada, solo queda contar con narradores individuales en cada temporalidad. Aunque, bueno, hay otra alternativa: ¿por qué no valerse de una forma de vida que pueda vivir cientos, miles de años? Es el narrador lógico para una aventura que abarca siglos de existencia. E, inevitablemente, la I.A. se muestra en última instancia demasiado humana, contagiada por ese virus que es la humanidad en su conjunto, por mucho que Stanley Robinson busque dotarla de una frialdad que, por momentos, se antoja impostada.
Una última y prometida reflexión: la libertad y la elección. La novela se posiciona en contra del viaje interestelar, al menos tal y como lo concebimos con la tecnología que, se espera, la raza humana pueda poseer en las décadas venideras. Son viajes que no parece que puedan durar menos de varios decenios (siglos, incluso). Arcas de Noé que son lanzadas a las profundidades del Cosmos con la esperanza de que sean la semilla de un nuevo mundo. Ningún ser humano puede soportar por sí mismo tanto tiempo, pero sí una raza; la humanidad entendida como conjunto de seres humanos. Los hijos de los hijos de los hijos de los que se enrolen en tal misión puede que lo terminen logrando, pero nadie les ha preguntado a esas generaciones si esa es la vida que desean. A decir verdad, nadie le ha preguntado nunca a nadie si desea nacer o no (que sepamos). Sin embargo, nacer en una nave espacial con un destino prefijado limita sobremanera las posibilidades de uno, mucho más que hacerlo en cualquier otro lugar del mundo. O no (que se lo pregunten a los nacidos en las zonas más deprimidas del planeta, o en los siglos más oscuros de la historia humana…).
Contra todo esto se rebelan Stanley Robinson y muchos de sus personajes. Ninguno de los que llegan a Aurora forma parte de los tripulantes que en origen se lanzaron a las estrellas. Son los descendientes, obligados por sus ancestros a cumplir con el plan de la raza humana. Pero el ser humano es egoísta por naturaleza, y es incapaz de pensar a siglos vista; el corto plazo siempre todo lo nubla. No está carente de ironía el hecho de que todos los que se sienten defraudados por sus ascendentes, al haber decidido por ellos, terminan por cometer el mismo pecado: deciden que han de regresar a la Tierra. No se les puede culpar; al fin y al cabo, no es lo mismo lanzarse a una aventura de tales características desde la Tierra, que hacerlo desde los confines del espacio, más lejos de lo que nunca nadie ha llegado hasta ese momento, y con la alternativa de una más que probable muerte esperándoles al otro lado…
A Kim Stanley Robinson no se le puede negar una sana ambición en su planteamiento. Una vez finalizada, si uno echa la vista atrás y piensa sobre Aurora, no puede sino maravillarse. El alcance y la escala de la novela son mastodónticos. La narración avanza a buen ritmo, los personajes poseen cierto atractivo, especialmente Freya (tan frágil y delicada en su evolución) y la I.A. de la nave. Hay muchas pistas falsas, ecos de otras obras, giros extremos de guión, y una reflexión lúcida y pertinente. Pesimista, sí, pero clarividente y madura. No será la obra más recordada del escritor estadounidense, pero sí creo que es una buena adición para cualquier aficionado al género. Y posee el suficiente interés como para también atraer a los menos fanáticos.
En lo que a quien escribe estas palabras respecta, seguiré leyendo sus próximas novelas con el mismo entusiasmo de siempre. Rara vez me dejan indiferente. Y diré aún más: tenía pensado escribir una reseña de unas 1.000 palabras, y constato, con cierta perplejidad, que he sobrepasado las 3.500…