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Después del cyberpunk, escrito por Carlos Sibid

Escritor de ciencia ficción en español

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literatura

Los robots del amanecer (1983), de Isaac Asimov

18 abril, 2021 by Carlos Sibid

Siempre es un placer leer a Isaac Asimov. Todavía hoy, sigue siendo uno de mis autores favoritos de ciencia ficción (mío y de tantos otros). Gracias a sus numerosas novelas y relatos sobre robots (Los robots del amanecer [The Robots of Dawn] entre ellas), Asimov se erigió hace ya décadas como el principal referente en la cuestión, no solo en lo que a la narrativa de ficción se refiere, sino a la ciencia de la robótica en general.

Fue precisamente Yo, robot (I, Robot, 1950) mi primera toma de contacto con su obra. Me encontraba aún en el instituto, cursando secundaria. Han pasado ya algunos años, y he tenido la ocasión de leer a muchos otros autores de género, pero mentiría si no reconociera que sigo acercándome a las novelas de Asimov con las mismas ganas y curiosidad que cuando era un chaval.

No descubro nada al afirmar que él es uno de los vertebradores principales de la ciencia ficción literaria del siglo XX. Suyas son obras tan inmortales como Fundación (Foundation, 1951) y sus secuelas (Segunda Fundación [Second Foundation, 1953] es, para quien escribe estas líneas, su obra cumbre; espero algún día releerla y dejar por escrito mis impresiones), El fin de la eternidad (The End of Eternity, 1955) o Los propios dioses (The Gods Themselves, 1972).

Lo bueno para todos nosotros, fans de su pluma y su desbordante rigor científico, su meticulosidad y su imaginación portentosa al servicio de las más mastodónticas ideas y conceptos, es que Asimov fue harto prolífico; sus novelas y relatos se cuentan por docenas (de docenas). Tengo la buena costumbre de, cada año, meterme al menos un par de sus obras entre pecho y espalda (esta vez le ha tocado el turno a Los robots del amanecer).

Para mí, Asimov es el Autor Cero de la ciencia ficción. Poco original, lo sé. Pero no es esta una competición de originalidad, sino un pequeño reconocimiento, acaso un pobre tributo, a uno de los autores más influyentes y leídos del género. Y tampoco es esta, mi web, sino un lugar perdido en la vasta Red en el que me entretengo reflexionando y tirando del hilo de las obras que, periódicamente, me acompañan en esto que hemos dado en llamar «vida». Porque eso es al fin y al cabo la literatura: una parte de nuestras vidas; una fuente de entretenimiento e inspiración; una válvula de escape ante la monotonía, la apatía y otros tantos (y poco apetecibles) sustantivos.

Dicho lo cual, esto se supone que iba a ser una reseña de Los robots del amanecer (por favor, no me tengas demasiado en cuenta estas digresiones)…

La novela forma parte de la serie de los robots; es, para más señas, la tercera de las cuatro novelas que la componen. Las dos primeras son, en orden cronológico de publicación (y narrativo) Bóvedas de acero (The Caves of Steel, 1954) y El sol desnudo (The Naked Sun, 1957); la cuarta y última es Robots e Imperio (Robots and Empire, 1985).

Bóvedas de acero, El sol desnudo y Los robots del amanecer conforman, a su vez, la trilogía protagonizada por Elijah Baley, el detective terrícola que, por avatares del destino, se ve forzado a enfrentarse a los más peliagudos casos de la civilización de su tiempo, que por entonces ya se ha extendido hasta cincuenta planetas exteriores.

(No pretende ser esto un manual minucioso sobre las obras que componen la saga de los robots y las que no. Las colecciones de relatos, entre las que destaca Yo, robot, son una parte esencial de la misma, si bien son eso, relatos, y no novelas. También suele incluirse en esta serie El hombre positrónico u El hombre robot [The Positronic Man, 1992], escrito junto a Robert Silverberg, e inspirado a su vez en el famoso relato El hombre bicentenario [The Bicentennial Man, 1976].)

Es posible leer Los robots del amanecer sin haber hecho antes lo propio con los demás volúmenes que configuran el ciclo de los robots. Por supuesto, hay referencias y guiños a las misiones previas a las que Baley tuvo que enfrentarse, pero son del todo accesorias. Y, si algo es relevante, Asimov, con buen criterio, se encarga de dejarlo bien claro aun a riesgo de repetirse en demasía para quien se lance a leer las cuatro novelas del tirón.

Llegados a este punto, ¿de qué va la novela? 

A modo de avance para lo que luego desarrollaré, pienso que Los robots del amanecer es un relato muy digno y certero. No en vano, es una de las últimas obras que Asimov publicaría (es de mediados de los ochenta), lo que lleva aparejados un dominio narrativo y un manejo de los tempos más que notables por su parte. Todo en ella es correcto. Y, sin embargo, quizá le falte ese punto que toda novela que pretenda trascender necesita. A su favor diré que se lee con suma facilidad; mantiene el interés en todo momento; es muy ágil, gracias al empleo de una narración basada, prácticamente por entero, en los diálogos; deja frecuentes cebos narrativos; e, incluso, posee el nivel adecuado de sorpresa.

¿Qué es lo que falla entonces? Francamente, no demasiado. El final, a lo sumo; y no es un problema del desenlace propiamente dicho, sino de lo que ese final significa para el resto de la historia.

Asimov coquetea con la novela de detectives, pues, en última instancia, eso es lo que Los robots del amanecer es: un whodunit, como dicen los anglosajones (de «Who [has] done it?» [¿Quién es el culpable del crimen?]). Y bien está que lo sea, máxime cuando es Asimov quien está detrás de su desarrollo y cuando todo gira en torno a robots, apariencias, presunciones, y científicos a favor y en contra de un tipo muy determinado de colonización futura. En lo que a mí respecta, con estos ingredientes ya estoy más que dentro; vamos, estoy salivando…

Venga, la sinopsis:

El detective Elijah Baley se encuentra en una superpoblada Tierra, ajeno a lo que se le viene encima. Junto a su esposa y a su hijo, trata de pasar el mayor tiempo posible al aire libre, alejado de las cúpulas en las que se han convertido las Ciudades del futuro. Tiene la vista puesta en una próxima colonización de otros mundos, necesaria para resolver los problemas de hacinamiento a los que se ven sometidos en la Tierra. No obstante, el universo tiene sus propios planes, y Baley es convocado de urgencia por sus superiores: se requiere de su olfato y astucia en el planeta Aurora, donde un avanzado robot humaniforme, Jander, ha sido destruido.

No hay un culpable claro, y el único que en apariencia cuenta con los conocimientos suficientes como para haber podido liquidar a Jander es el doctor Hal Fastolfe, su creador y una eminencia en el campo de la robótica. El caso resulta especialmente peliagudo, pues Fastolfe es uno de los pocos aliados de la Tierra, y quien con más ahínco defiende la idea de que han de ser los terrícolas quienes colonicen la galaxia, y no los robots, como secundan mayoritariamente en el resto de mundos exteriores.

Ante esta delicada situación, la resolución del caso se convierte en una prioridad no solo para Baley, sino para el futuro de la Tierra en su conjunto. De ello depende que Fastolfe no sea acusado del crimen y pueda seguir defendiendo a los terrícolas como los colonizadores perfectos. Bajo esta premisa, el detective Baley es enviado a Aurora, donde con la ayuda de dos robots, Daneel (otro humaniforme como Jander) y Giskard, tendrá que resolver el enigma.

Me meto de lleno en la zona de spoilers, pues siempre me lo paso mejor destripando y desgranando los entresijos de las obras que analizo que quedándome en la superficie. Quizá no sea esta la reseña con más destripes de las que he publicado, pero no deja de haber alguna cosa por aquí y por allá, poco recomendable para quien aún no se haya enfrentado a su lectura y, en un futuro próximo, desee hacerlo sin demasiada información de más.

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Como es marca de la casa en Asimov, el futuro no es sino un amplificador a través del cual examinar algunas cuestiones de corte sociológico que aquejan a la humanidad del hoy y del ayer. Porque, según parece, los seres humanos no cambiamos lo suficientemente rápido; quizá no podamos. En Los robots del amanecer se plantea la compleja cuestión del lugar que los robots han de ocupar en la sociedad. Si ya nos cuesta ponernos de acuerdo ahora que solo habitamos un planeta, ¿qué nos deparará ese futuro imaginado por Asimov con hasta cincuenta mundos diferentes, con sus particulares (y a veces enfrentados) puntos de vista en las más variopintas cuestiones?

Entramos de lleno en el campo de los prejuicios (y habrá quien argumente, no sin razón, que esta es la moneda de cambio de cualquier sociedad). Asimov se vale de los robots para ahondar en esta problemática. Según el lugar de origen del humano del futuro, su trato con los robots será distinto. Así, en la Tierra, la humanidad malvive presa de la superpoblación. Para sus habitantes, los robots son meros objetos animados de los que servirse para las más diversas tareas, pero siempre con una clara relación de dominación-sumisión; de poder, si se prefiere. En los mundos exteriores, sin embargo, esa relación humano-robot se ha vuelto más difusa. Hay mayor respeto hacia ellos (por ejemplo, no se los llama «R. lo que sea», sino que se ahorran esa «R.» inicial de robot).

La cúspide de este trato desigual se encuentra en los robots humaniformes, creaciones de última generación cuyo parecido con los seres humanos es tal, que pueden llegar a pasar desapercibidos para determinados observadores. Se esboza la problemática de hasta qué punto tendría sentido que un robot fuera indistinguible de un ser humano; si acaso es un futuro deseable o, por el contrario, algo a evitar.

En la precaria época en la que nos encontramos, comienzos del siglo XXI, la cuestión del uncanny valley (valle inquietante) ya se la han planteado los científicos de nuestro tiempo. Según se dice, los robots que se parecen demasiado a nosotros nos generan cierto rechazo, temor. Probablemente nos activen esa parte reptiliana que aún nos gobierna en algunos momentos. Nos incomodan, y no es algo objetivamente explicable (hay cuantiosa información al respecto en internet, desde la Wikipedia hasta artículos en diversas publicaciones, para quien quiera profundizar en ello). Apenas se están dando los primeros pasos en este sentido, pero parece que el bueno de Asimov no iba desencaminado al plantear algunos de estos dilemas.

Más allá de lo obvio, en el futuro esbozado por Asimov los robots son considerados en general como «ciudadanos» de segunda. De hecho, dependiendo del ambiente en el que se muevan, pueden no ser siquiera tratados con respeto. La pregunta es del todo pertinente: ¿lo merecen? Quizá diga mucho más de nosotros mismos la respuesta que le demos a esta pregunta que cualquier otra reflexión posterior que podamos hacer. Una respuesta lógica sería que solo lo merecerían los que hubieran alcanzado cierto grado de inteligencia y/o de consciencia (que no son la misma cosa).

Pero, ¿quién marca los límites de la consciencia? ¿Y de la inteligencia? ¿Acaso una persona con problemas mentales que le dificulten ciertas tareas cognitivas no habría de ser tratada con respeto? Si un robot fuera lo suficientemente avanzado como para mantener una conversación con un ser humano, desarrollar lazos afectivos y aprender, ¿merecería ser tratado como un igual? Mucho tienen que ver, imagino, las propias Tres Leyes de la Robótica, pues no dejan de ser unos esquemas mentales que coartan el libre albedrío de los robots. Bajo este prisma, por el simple hecho de ser un robot, ya no se podría ser como un humano. Pero, ¿qué pasaría con inteligencias artificiales libres de estas Leyes de la Robótica e inteligentes? Terrenos muy movedizos los que vislumbramos.

La premisa de Los robots del amanecer le sirve a Asimov para reflexionar sobre cómo habría de denominarse el exterminio de un robot. ¿Asesinato? Parece poco probable, pues para muchos sería como hablar de la muerte de una bicicleta o de una TV. Roboticidio es el palabro con el que finalmente Baley se queda. En el fondo, desde el principio hasta el final, Asimov juega con esta fina capa que nos separa a los seres humanos de los robots, y ahonda en todo aquello que nos iguala y que nos diferencia. Y, ni que decir tiene, este es uno de los aspectos más notables de la novela.

Profundizando en las cuestiones de corte sociológico, un nuevo tópico (en realidad, muy habitual en Asimov) cobra fuerza a lo largo del relato: la ambición de la humanidad por expandirse, el progreso y la colonización, como contrapunto a la comodidad, la armonía y la dejadez.

De las obras que he leído, quizá sea El fin de la eternidad una de las que, con mayor brillantez, profundice en esta cuestión, clave en la ciencia ficción en general y en la obra de Asimov en particular. El ser humano ha de trascender su mundo y crecer. Solo así encontrará su techo como especie y como civilización. No hacerlo sería un desperdicio. Parafraseando al gran Carl Sagan, «Cuánto espacio desaprovechado, ¿no?» (magnífica Contact, tanto la novela [1985] como la posterior adaptación cinematográfica [1997] dirigida por Robert Zemeckis).

Este parece ser uno de los tópicos más habituales de la ciencia ficción del periodo clásico, ese ansia por la exploración. Arthur C. Clarke cuenta en este sentido con una obra que en su día me impactó profundamente, La ciudad y las estrellas (The City and the Stars, 1956). En ella ofrece una visión algo pesimista al respecto, y se justifica cómo el que una sociedad futura no anhele la conquista del espacio puede no ser una debilidad, sino una garantía de supervivencia. No puedo dejar de recomendarla. Algún día la releeré y la reseñaré como merece.

Y no hay que irse muy lejos en el tiempo para encontrarse con obras como Aurora (2015), del siempre pertinente Kim Stanley Robinson, en la que se pone de manifiesto el terrible daño psicológico al que se verían sometidos los colonizadores de otros mundos. El propio Asimov plantea sus dudas en la mítica Fundación. Al fin y al cabo, el estado natural de las cosas es hacia la degradación, la entropía; hacia la corrupción. Toda la saga de la Fundación podría no ser más que un intento por mantener un cierto orden entre el caos inevitable.

Volviendo a Los robots del amanecer, en el planeta Aurora se dibuja una curiosa dicotomía. Parte de sus teóricos y políticos son favorables al uso de robots para la expansión futura de la humanidad. Es una razón ciertamente lógica: ¿por qué arriesgar vidas humanas pudiendo emplear a los robots? De esta forma, el trabajo más duro se lo ahorrarían los humanos, y solo llegarían a cada mundo una vez este poseyera unos mínimos para su habitabilidad. El problema de esta teoría es el peligro que plantea para la humanidad, pues convierte al ser humano en poco menos que un ente pasivo, un mero espectador a merced de los robots; algo que, según se argumenta, potenciaría la apatía y la dejadez, desincentivaría la expansión y, en última instancia, podría llegar a provocar una involución social y tecnológica.

El otro bando, liderado por el doctor Han Fastolfe, propone una conquista de la galaxia liderada por los humanos. Y, más específicamente, por los terrícolas, más duros y duchos, y, en teoría, ansiosos por expandirse. De hecho, la base de este pensamiento radica en que, en los cincuenta mundos exteriores ya habitados, la gente es extremadamente pulcra, refinada, inteligente y longeva (viven varios siglos de media), a diferencia de lo que sucede en la Tierra. Se desprecia a los terrícolas por ello (hay una nada disimulada xenofobia), a quienes se acusa de haber destruido su propio mundo y de haber llevado a la civilización al límite de sus posibilidades.

Los espaciales, por el contrario, viven en cierta armonía con la naturaleza, pero no tienen grandes amenazas a las que enfrentarse ni motivos acuciantes por los que descubrir y conquistar nuevos mundos. Los robots se encargan de casi todo, y los pocos humanos de esos mundos (en relaciones ridículas de hasta diez mil robots por cada habitante) quedan relegados a la función de marionetas del cosmos, delicados, abstraídos y distantes. La Tierra es suciedad, virus, polución, superpoblación, tabaco, agorafobia… Todo en ella resulta deplorable, y lo único que los espaciales buscan es que el universo no se convierta en un estercolero similar al que se ha convertido la Tierra. Loable visión. Y quizá cierta.

La posibilidad de una expansión interplanetaria tiene visos de que generaría auténticos estragos para la humanidad. Parece inevitable, pero no hay que echar mano de una imaginación desbordante para prever lo que sucedería: nuevos bandos, clanes, envidias, luchas, guerras civiles, nuevas formas de hiper capitalismo, etc. No parece demasiado halagüeño, y, sin embargo, se percibe como necesario.

Probablemente haya que pasar por todo eso antes de alcanzar un cierto equilibrio; el peaje a pagar por convertirse en una raza interplanetaria. O, quizá, el motivo último de que no hayamos dado todavía con ninguna civilización extraterrestre de este calibre. En el mundo representado por Asimov, todo esto ya ha sucedido, y la civilización ha llegado a un punto muerto en el que cada planeta vendría a ser lo que ahora es un país. Los hay más avanzados en ciertas parcelas, más tolerantes, más contaminados, pero parece que han alcanzado un cierto statu quo; sin derroches, pero se soportan. 

En medio de todas estas cuestiones políticas y más o menos filosóficas, la curiosa obsesión de Asimov por los Personales (o los cuartos de baño, los servicios públicos) merece una mención especial. Demasiadas páginas dedicadas a algo a lo que apenas le damos ninguna importancia, pero que no es sino la cumbre de la cultura de cada lugar y momento. Nada hay más íntimo, y, probablemente, pocas cosas den más pistas sobre ciertas normas sociales o tabúes que la organización de los baños.

Llegados a este punto, constatar lo evidente: Los robots del amanecer son cuatrocientas y pico páginas de lectura ágil y agradable. Numerosas reflexiones en torno a cuestiones sociales y organizativas, ciencia ficción elegante y mayor profundidad de la que aparenta. No faltan los ingenios tecnológicos (curioso ese astrosimulador o el triménsico), ni tampoco la intriga, marca de la casa; en este caso, a raíz de una investigación policial. La información se gestiona de manera eficaz, y hay pistas por aquí y por allá; simpáticos homenajes a la doctora Susan Calvin (de Yo, robot) o a la psicohistoria de Hari Seldon.

Todo fluye con sencillez y coherencia. Quizá haya un exceso de diálogos; por momentos, diríase que la novela es más una obra de teatro que otra cosa, pero no llegan a ser cargantes una vez se entra en el juego. Asimov no es Arthur Conan Doyle ni Elijah Baley es Sherlock Holmes, pero el experimento de mezclar ciencia ficción con una historia más clásica de detectives funciona.

Quizá la mayor pega que uno pueda ponerle a Los robots del amanecer se encuentre en su final. Y no tanto por el desenlace en sí mismo, sino por lo abrupto y, si se me permite, tramposillo del asunto.

(Si, por algún motivo, aún no has leído la novela, pero has llegado hasta aquí en esta reseña, te invito a dejarlo ahora, pues no quiero chafársela a nadie.)

El final es un deus ex machina como un agujero negro supermasivo de grande. Digamos que, de un plumazo, se «invalida» prácticamente el noventa y nueve por ciento de la novela. Era el robot Giskard, con sus habilidades telepáticas, el que había estado no solo dirigiendo los pensamientos de Elijah y sus investigaciones, sino también los del doctor Fastolfe, Gladia y todos los demás personajes implicados. Con ese epílogo tan desconcertante, si uno echa la vista atrás, resulta que todo ha sido planificado por el robot, desde el principio hasta el final. Sin fallo. Toda la labor de investigación queda así un tanto en entredicho.

Asimov va dejando ciertas migajas a lo largo del relato que Giskard y Baley recogen en ese abrupto final, con las que se elabora el mapa completo de los acontecimientos que, en verdad, se han producido. Ignoro si algún lector se vio venir este desenlace mientras leía la obra, pero me atrevería a decir que no. Es muy retorcido y rebuscado, y las pistas solo se perciben como tales una vez que nos explican qué es lo que ha estado sucediendo. En ese sentido, no voy a decir que la novela no funcione, pero digamos que hay dos capas de lectura.

La primera de ellas abarca todo el relato, desde el principio hasta la conversación con el Presidente. Es autónoma y, de alguna manera, resuelve el misterio planteado en torno al roboticidio de Jander de manera lógica. La segunda capa es la que se nos ofrece en el epílogo: Giskard posee poderes telepáticos y ha sido la mente pensante detrás de todo lo sucedido. Él es quien lo ha forzado todo y el que se ha encargado de convertir a los personajes en meras marionetas.

Por supuesto, Asimov se reserva una pequeña carta en la manga cuando concede que Giskard estaba en realidad poniendo a prueba a Baley para determinar si los terrícolas eran los adecuados para conquistar la galaxia. Sea como fuera, de esta forma, Giskard se convierte en una de las figuras más importantes de la historia en la línea argumental del Imperio Galáctico de Asimov. Es, en última instancia, el responsable último de que la Tierra y sus habitantes se expandan por el Cosmos.

Los robots del amanecer es una novela disfrutable, intrigante y fácil de digerir, tanto para los fans más acérrimos como para los lectores menos duchos en la materia. Asimov ahonda en los códigos sociales, los choques culturales, los tabúes (el tema del sexo daría por sí solo para un artículo, y apenas lo he esbozado en este comentario) y las luchas de poder sobre un tablero de ajedrez tan complejo como atractivo: un planeta ajeno, intereses contrapuestos, una amenaza terrible para los terráqueos, un detective con muchas dudas (genial la fragilidad con la que Baley es descrito; memorable la secuencia de la tormenta), e inciertos aliados en forma de robots.

Casi cuatro mil palabras después, y a modo de cierre, solo me queda una frase por añadir: Los robots del amanecer es una buena novela e Isaac Asimov es uno de los escritores de ciencia ficción más grandes de todos los tiempos.

Filed Under: Lecturas, Literatura, Reseñas Tagged With: Isaac Asimov, literatura

Hellraiser (El corazón condenado) (1986), de Clive Barker

28 marzo, 2021 by Carlos Sibid

Vaya por delante que Hellraiser (o El corazón condenado, como reza mi edición de Hermida Editores) no es una obra de ciencia ficción y no creo que esté catalogada como tal en ningún sitio. No obstante, la presencia de elementos fantásticos, ese mundo paralelo e infernal en el que habitan los cenobitas, amén de una influencia posterior relevante en otras obras, esta vez sí, de ciencia ficción (véase, por ejemplo, Horizonte final [Event Horizon, 1997], de Paul W. S. Anderson), me han llevado a redactar esta breve reseña.

Y, qué demonios, me apetecía mucho hacerlo. Y puesto que esta es mi web y no tengo muchas cuentas que rendirle a nadie, me he permitido el lujo de escribirla.

El caso de Hellraiser es particular por varios motivos. La novela, escrita por Clive Barker, vio la luz allá por el año 1986. Apenas un año después, él mismo ejerció como director de la celebrada (y con razón) adaptación cinematográfica: Hellraiser: Los que traen el infierno (Hellraiser, 1987).

El universo que Barker fue capaz de condensar en poco más de cien páginas posee un magnetismo indudable. Su crudeza, la aparente liviandad de la que hace gala y su contundencia última terminan por hacer el resto.

He aquí la sinopsis, sencilla y apañada como pocas; no hace falta mucho más. Es uno de los grandes triunfos de Hellraiser y, por ende, de Clive Barker: su economía de medios; apenas un escenario, cuatro personajes y un amenaza depravada e incomprensible.

Frank es un buscavidas; un vividor que ha recorrido medio mundo en busca de aventuras y placeres desconocidos. Sin embargo, se siente vacío. No hay nada que le sorprenda; ya no encuentra placer en lo que antes le había mantenido a flote. Convencido de que tiene que haber algo más, Frank se cruza con una extraña leyenda: resolviendo el acertijo que encierra una anodina caja, es posible acceder a un nuevo mundo de placer y percepción, donde sus deseos más soterrados se harán realidad.

Convencido de ello, Frank se obsesiona con la Caja de Lemarchand y trata de encontrar la forma de abrirla, cosa que finalmente logrará. Pero lo que pone en marcha con su apertura no es lo que en origen tenía en mente. Sí, hay algo de placer en lo que desata, y desde luego que los límites de la percepción se amplían hasta lugares impensables, pero lo que habría de ser un paraíso celestial de placeres y onanismo se convierte en un terrible infierno, doloroso y desesperante hasta la extenuación.

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Los cenobitas y ese universo paralelo en el que habitan son el motor de Hellraiser; el elemento disonante y enigmático, diferencial y adictivo. Clive Barker maneja su presencia con suma habilidad. Nos presenta a estos extraños seres en las primeras páginas, en un prólogo que vale su peso en oro. De manera elegante, el infierno se despliega ante nuestros sentidos a través de los pensamientos y las sensaciones de Frank. Oh, pobre Frank… Es un vividor, un tipo poco aconsejable, violento, egoísta y caótico. Sin embargo, ante el averno de sufrimiento y destrucción física y espiritual que lo invade, uno no puede sino sentir lástima de su destino.

La novela es dura, concisa y detallista en lo escabroso, pero no es pornográfica ni exhibicionista. Diría incluso, si se me permite, que es hasta comedida. Probablemente no sea la primera palabra que a uno le venga a la mente cuando piensa en Hellraiser, y, sin embargo, así lo pienso. Cuando toca dar rienda suelta a las vísceras y a lo grotesco, se hace, pero no se abusa de ello. Bien por Clive Barker, quien pone de manifiesto, una vez más, su virtuosismo narrativo.

E insisto en lo mismo: no es esta la novela mejor escrita de la historia, ni la más rica en su prosa, ni la más memorable en sus descripciones, pero funciona diabólicamente bien. Es consumible y, hasta cierto punto, incluyente. Sospecho que parte de su éxito radica en ello. Y sí, sé que no soy el primero que lo apunta, pero lo corroboro: me recuerda mucho a Stephen King. Y eso es condenadamente bueno; de hecho, pocos piropos mejores me vienen a la mente.

Hay un extraño triángulo amoroso a dos bandas de por medio. Julia, que está casada con Rory, se obsesiona con Frank, el hermano de este último. Por otro lado, Kirsty, una vieja amiga de Rory, no ha dejado de sentir una cierta atracción por él desde que se conocieran, y eso es lo que en última instancia la mantiene unida a la familia, a la casa y a la truculenta evolución de los acontecimientos que está por producirse.

Kirsty es el faro de la novela; un personaje complejo, con sus propios demonios internos, sus luchas contra la realidad y un conformismo/inconformismo patológico. Barker saca petróleo de ella, y la convierte en el punto de anclaje del lector para transitar los pasajes más endemoniados de la novela. Sufrimos con ella, y estamos seguros de que se la van a cargar no una, ni dos, sino hasta tres veces en los últimos pasajes de Hellraiser. Toda una heroína, capaz de salir airosa nada menos que de los cenobitas.

Por encima de todos los aspectos narrativos, destacaría la saturación sensorial a la que nos vemos sometidos (como digo, muy en la línea de Stephen King). Los colores, los sabores o la climatología se nos presentan de manera enfermizamente detallada. Barker no escatima adjetivos cuando se trata de describir los espacios y sus percepciones. El prólogo es ejemplarizante en este sentido: Frank comienza a percibir la realidad, la misma que todos conocemos, pero con una sensorialidad multiplicada por mil; y duele, avasalla, hiere… El lector sufre vicariamente a través de las palabras lacerantes de Barker. Su prosa, sencilla y descriptiva, fluye sin oposición entre el horror y la desesperación predominantes.

El personaje de Julia es otro de los alicientes de la novela. Perversa, bella, manipuladora y con unas ganas casi patológicas por escapar de su deprimente matrimonio, en el que se siente atrapada y desdichada. Solo en el recuerdo distorsionado de la ocasión en la que se acostó con Frank, poco antes de casarse con Rory, encuentra cierta paz y sosiego. Y es precisamente esa rememoración la que pone en marcha los pérfidos engranajes de la narrativa de Clive Barker.

Julia es quien hace avanzar la trama; el más activo de los personajes y quien más se relaciona con el resto de integrantes en la novela. Frank le pide sangre. Sangre para poder reconstruir su cuerpo destruido, maltratado y vejado de mil y una formas distintas, a cada cual más grotesca e impía, por los cenobitas. Barker sabe bien cómo hacerlo; nos cuenta lo justo para que podamos imaginarnos las penurias que ha tenido que sufrir el desgraciado de Frank, sin caer en la repetición ni en lo gratuito. Esa equidistancia con la que se acerca a lo terrible y lo despiadado es uno de los mayores aciertos de Hellraiser, y quizá sea el factor determinante a la hora de que la novela haya trascendido las fronteras de su género y se haya convertido en una obra tan popular e influyente.

Julia se transforma en una femme fatale, una viuda negra en busca de víctimas, hombres con los que acostarse y a los que asesinar en pleno acto sexual. Frank puede absorber entonces su esencia, descomponiendo los cadáveres y asimilando extraños nutrientes con los que reconstruir su organismo y lograr la tan ansiada corporeidad perdida.

Llegados a este punto, toca hablar de los cenobitas. Son la razón última del éxito y la trascendencia de Hellraiser en el género. Entes que habitan en un plano dimensional paralelo de dolor, placer y sufrimiento, donde las fronteras de las sensaciones se confunden entre sí. Barker no necesita muchos elementos para configurar su cuadro barroco: seres deformes, aberrantes, con sus cuerpos masacrados, pero, en apariencia, tranquilos y dialogantes. No asustan tanto sus formas, como sus promesas, percibidas a través de su convicción y sus maltratados cuerpos.

La puesta en escena comienza con unas solemnes campanadas; elegante carta de presentación. Unas campanas que solo pueden escuchar los que están a punto de acceder a ese otro plano de la realidad; una dimensión desconocida que no está aquí, ni enteramente allí, pero que impide a los cenobitas abandonarla por voluntad propia. Solo cuando son invocados pueden presentarse y exigir el cuerpo del que los ha llamado. Es lo que Frank provoca en las primeras páginas de la novela, conscientemente, con el propósito de huir de una vida banal y desmotivante, y bajo la falsa promesa de alcanzar un placer sin igual. Aunque no tarda en descubrir que el placer se oculta bajo muchas formas, y la de los cenobitas está a años luz de lo que cualquier ser racional concebiría.

La Caja de Lemarchand es el puzzle tridimensional que solo los más habilidosos y desesperados son capaces de resolver. Es una de las diversas puertas de acceso a ese otro mundo, y la que Frank emplea. Barker se vale de la tradición del género, de las aventuras y el terror; las reliquias de las leyendas, hoy. Un recurso un tanto manido, quizá, pero efectivo y funcional.

Sabemos de un cenobita especial al que apenas vislumbramos en el tramo final de la novela: el Ingeniero, la mente pensante tras los horrores. Es el responsable último de la desesperación de los que sufren sus ocurrencias. Una vez más, Barker juega sus cartas ocultando lo evidente; o, mejor, sugiriendo más que mostrando. El lector no necesita de mucho para imaginarse las más terribles tropelías físicas. Al final, no es tanto la pluma de Barker como la mente de cada uno de nosotros la que pone los límites. Fácil de decir, pero muy difícil de conseguir.

A nivel narrativo, la tensión se construye lentamente, a fuego lento. Por algún extraño motivo, que no es muy lógico ni evidente, Hellraiser me ha recordado a las obras de Sergio Leone: a El bueno, el feo y el malo (Il buono, il brutto, il cattivo, 1966) o Hasta que llegó su hora (C’era una volta il West, 1968) (ya he avisado que no tiene mucho sentido, pero ahí lo dejo caer).

La novela no se va por las ramas; no lo necesita. Barker sabe lo que quiere, y ejecuta su plan con solvencia y delicadeza. El tramo final es sin duda el más aparatoso, y acaso el más cinematográfico. Hay acción y algunos momentos poderosos, tanto en imaginería visual como en tensión narrativa. El festival gore que se desata cumple sobradamente con las expectativas depositadas. Uno a uno, van cayendo los personajes principales de las más intensas y variopintas formas.

Un buen clímax narrativo en un espacio diminuto: el piso de arriba de una casita insignificante en un barrio como cualquier otro, con esa habitación del demonio en la que Frank se oculta en su forma cuasi humana, y esas escaleras que conectan la planta baja y terrenal con un primer piso a medio camino entre este y el otro mundo.

Me fascinan estos mundos intermedios que, habitualmente, se han trabajado mucho más en la narrativa de terror que en la de ciencia ficción. El plano interdimensional de los cenobitas sería ampliamente expandido en las sucesivas secuelas de esta seminal obra, tanto a nivel literario como cinematográfico.

Probablemente sea Horizonte final la película que más claramente bebe de Hellraiser en un contexto de ciencia ficción. Obra capital del género de mediados de los noventa, en la que un grupo de rescate tratará de desentrañar los misterios que acabaron con la tripulación de una nave a la deriva; nave que, a la postre, resulta estar conectada con el averno en su más física y destructiva vertiente. Quizá el gran logro de la película sea el hacer del infierno un lugar palpable y real, al que solo puede accederse a través de unas coordenadas muy específicas; básicamente lo mismo que Barker ya planteó en Hellraiser una década antes.

Y quien quiera ver, verá referencias de esta magna obra en Cube (1997), de Vincenzo Natali, ese extraño infierno incomprensible de cubos; en Dark City (1998), de Alex Proyas, esa enigmática ciudad que posee un manto perpetuo de pesadilla; en David Lynch (Mulholland Drive [2001] puede ser el ejemplo más claro), aunque aquí no se sabe qué fue antes, si el huevo, la gallina o el conejo; o, incluso, en The Box (2009), de Richard Kelly, que toma prestada la idea de la caja como resorte narrativo y con inquietantes consecuencias…

Intensa y seminal novela, corta y concisa, y con una arrolladora imaginería visual. A pesar de lo duro de alguno de sus pasajes, no termina de ser un terror puro, sino que se mueve en un delicado equilibrio entre el thriller, el drama y el fantástico en sentido amplio. Para quien busque darle una oportunidad a algo distinto y nunca se haya atrevido, esta puede ser una buena puerta de entrada a otros estilos y géneros (y si no, siempre nos quedará Stephen King).

Por aquí, y para quien quiera profundizar algo más en la figura de Clive Barker, un artículo publicado en Jot Down sobre su carrera.

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Mi evolución Diamante (2020), de Unari E.S.

21 febrero, 2021 by Carlos Sibid

Mi evolución Diamante (2020), de Unari E.S.

Mi evolución Diamante es una estimable e interesante novela de ciencia ficción con tintes cyberpunk escrita por el debutante Unari E.S. Con ella, su autor deja inequívocas muestras de un estilo aguerrido y brioso, así como una capacidad imaginativa de lo más reivindicable.

A pesar de que la extensión de la novela sea más bien ajustada, se aprecia un notable esfuerzo en la construcción del mundo y en las repercusiones de algunos de los elementos narrativos más relevantes que configuran el relato. El descubrimiento de una exótica sustancia en los confines del Cosmos trae consigo cambios sociales de enorme calado para la humanidad. Los partidos políticos se adhieren a una serie de corrientes filosóficas y de pensamiento y dan lugar a las estirpes, grupos de poder en torno a los que, a partir de ese momento, se organiza la vida civilizada sobre la Tierra. Cada estirpe posee una serie de características propias, metas, visiones del mundo, creencias… La Energía Z, contenida en los diamantes traídos de la exploración espacial, facilita esta transición en tanto que permite un desarrollo interior superior al que hasta ese momento había sido posible. La Era Diamante da comienzo.

El mundo se reorganiza en torno a esta nueva realidad, pero no todo el mundo tiene cabida en el sistema. No tarda en surgir un nuevo grupo, el de los parias; tipos sin voluntad, errantes… o aimless, a secas. A este grupo de la discordia pertenece el protagonista de la historia: Javier Teiga; y es a través de sus ojos de quien asistimos a la distante y tumultuosa vida del siglo XXIV.

Paso a la zona de spoilers, aunque en realidad no voy a reventar la novela de arriba abajo como he hecho en otras ocasiones. Te animo a seguir leyendo y a valorar sobre la marcha si deseas saber más o no.

A partir de este momento, spoilers ligeros…

Unari E.S. se mueve con solvencia entre los bajos fondos de La Coruña (¡bravo por la localización!). Ambientes sórdidos, bandas callejeras y buscavidas pueblan las páginas de Mi evolución Diamante; esa low life que William Gibson, Neal Stephenson y tantos otros popularizaron en sus narraciones durante los ochenta y los noventa. Inadaptados al borde del sistema (aimless, en este caso) luchando por su supervivencia en un mundo corrupto y hostil en el que la vida humana vale poco o nada.

Estos pasajes callejeros le permiten a Unari E.S. lucirse, y a buen seguro que lo aprovecha; se le ve cómodo con los códigos del inframundo. Hay acción, jergas constantes, mala leche y humor negro (muy en la línea de Snow Crash [Neil Stephenson, 1992]); ¿alguien da más?

En contraposición a esta fluidez narrativa en los bajos fondos, el exceso de información se manifiesta como otro de los elementos más destacados de Mi evolución Diamante. Y no es este un problema propiamente dicho; al fin y al cabo, el autor ha creado un universo rico y profundo, y no hace otra cosa que explotarlo. No obstante, al tratarse de una novela corta, ciertos pasajes no terminan de quedar lo suficientemente claros; o se desvían en demasía de su foco principal. Quizá una novela de mayor extensión habría permitido un mejor aprovechamiento de los recursos.

El mundo creado por Unari E.S. da mucho juego, y es posible que Mi evolución Diamante no sea sino una carta de presentación de esa Europa futura que está por venir. Desconozco si existe la ambición de expandir o continuar el universo planteado en la novela, pero tal posibilidad permitiría explorar ciertas líneas argumentales y conceptuales que en esta ocasión, por una simple cuestión de pragmatismo narrativo, no se han terminado de desarrollar hasta sus últimas consecuencias.

Esto, en parte, me recuerda a lo que sucede en Carbono modificado (Altered Carbon, Richard Morgan, 2002). La obra de Morgan desborda de igual manera información por los cuatro costados; es una máquina de detalles, matices y digresiones, pero la extensión de la novela le permiten apuntalar todo ese ímpetu expansivo y creador. Y, si bien por momentos la narración también se vuelve un tanto confusa, Richard Morgan termina por encontrar el camino de vuelta, aunque sea trescientas páginas después de haber planteado la susodicha línea argumental y haberse «olvidado» de ella.

Javier Teiga (también conocido como «Tei»), el protagonista, es un personaje agradecido. En un mundo loco y decadente, no pertenecer a ninguna estirpe le confiere un aire de libertad e individualidad con el que es fácil identificarse. Su mascota, su dron y sus amistades hacen el resto (la colección de personajes secundarios con la que se relaciona es bastante completa, con especial mención a los villanos de turno). Se mueve con alegría y solvencia entre los peores barrios de la ciudad; siempre con un plan, incluso cuando no parece tener ninguno. Sus dilemas metafísicos son pertinentes y creíbles.

Las estirpes en torno a las que se organiza la sociedad son una suerte de versión evolucionada de los partidos políticos y las ideologías de pensamiento. Cabría preguntarse si un puñado de estirpes sería suficiente como para organizar a toda la población mundial. Inevitablemente, ha de haber gente que no se sienta identificada con ninguna; que posea una personalidad más conflictiva, o menos cerrada, si se prefiere: los aimless (me atrevería a decir que este hipotético grupo antiestirpes sería el más numeroso).

Nuestro protagonista lo es, y, como él, muchos otros que pueblan el mundo en un extraño trance, ajenos a la realidad más palpable. Bajo este paraguas, se encuentran los parias, los perturbados, los locos, los raros, los antisistema, pero también los más libres y ambiciosos de pensamiento, aquellos que buscan trascender al sistema y que no se conforman con ser un número, pues es a lo que en última instancia se reduce a la sociedad con el modelo de estirpes.

¿Hay algo de este sistema de estirpes en nuestro mundo? ¿Un germen, quizá? Uno no puede evitar pensar en los partidos políticos, pero también en los equipos de fútbol y sus fans, o en los seguidores acérrimos de un grupo de música… Se trata, al fin y al cabo, de compartir un esquema mental concreto. De ese pensamiento de rebaño que está tan estudiado; el sentirse parte de un todo, la protección que ello conlleva, el sentido vital, la realización personal…

En el caso de las estirpes, es un modelo de pensamiento global, que sirve para registrar y entender la realidad bajo unos mismos presupuestos, y ahí radica probablemente la principal dificultad. Cuesta imaginar que algo así pueda llegar a suceder, máxime con las divergencias de pensamiento que tienden a surgir, sin ir más lejos, entre los propios partidos políticos de una ideología similar. Siempre hay matices, y a todo el mundo le gusta poseer ciertos rasgos de personalidad; sentirse único y especial.

Por lo demás, llama también la atención el optimismo con el que Unari E.S. presenta a los organismos y las instituciones europeas. Uno querría contagiarse de su entusiasmo. En tiempos de Brexit, de atomización y lucha por las vacunas para el COVID-19, de incertidumbre en torno al proyecto europeo, la novela nos sitúa en un futuro lejano en el que Europa ha superado sus diferencias y, de una vez por todas, se ha establecido como un agente unitario relevante y de peso en la esfera económica y política mundial; es una nación-continente en la que los países son regiones, y las regiones de cada país han renunciado a su «identidad» en favor del proyecto europeísta. En el caso de España, esto sí que es ciencia ficción, y además de la dura.

Mi evolución Diamante es, en definitiva, una novela fresca y estimulante. Pese a adolecer de cierta arritmia narrativa puntual, se deja leer con facilidad. Unari E.S. se presenta ante el mundo con esta obra distópica, y diría que lo hace con buena nota. Se aprecia potencial, sobre todo en su capacidad imaginativa y en la fuerza con la que narra. Percibo que disfruta con ello, y que se lo está pasando la mar de bien mientras habla de cómo Tei revienta por completo a su contrincante en una pelea callejera, o de cómo los jueces corruptos tratan de hacerle la vida imposible, y eso no es que sea importante; es fundamental. No deja de resultar paradójico que la principal crítica que pueda hacerle es que su novela sea demasiado ambiciosa para su extensión; demasiado desbordante de detalles y matices. Bendito problema, ¿verdad?

Si queréis ahondar en la figura de Unari E.S., podéis localizarle en su blog, o en sus páginas de Twitter y Facebook.

Por lo demás, por aquí podéis adquirir Mi evolución Diamante en formato eBook, vía Lektu. La editorial es Con Pluma y Píxel.

En lo que a mí respecta, me mantendré al tanto de sus próximos trabajos. Siempre es un placer encontrarse con autores de género hispanohablantes, y máxime cuando tienen algo que aportar.

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Aurora (2015), de Kim Stanley Robinson

12 diciembre, 2020 by Carlos Sibid

Aurora (2015), de Kim Stanley Robinson

Aparte de uno de los discos de drone electrónico más fascinantes de los últimos años (A U R O R A [2014], de Ben Frost), Aurora es también la decimoséptima novela (ahí es nada…) del estadounidense Kim Stanley Robinson, conocido por su premiada y emblemática trilogía sobre la colonización de Marte (Marte rojo [Red Mars, 1992], Marte verde [Green Mars, 1993] y Marte azul [Blue Mars, 1996]), así como por su prosa, eminentemente científica, y desbordante de rigor, precisión y detalles.

Me consta que, dentro de la ciencia ficción, Kim Stanley Robinson no es del agrado de todos, y me sorprende, pues yo soy de los que disfruta, y mucho, con su estilo, frío (tan criticado), y su desbordante imaginación. Dejando al margen la Trilogía de Marte, guardo un muy buen recuerdo de algunas de sus obras, quizá menores, como Icehenge (1984) o 2312 (2012). Si me preguntaran, situaría Aurora entre este cupo de novelas no tan brillantes y memorables. Y habrá quien diga: «ya querrías tú escribir un libro la décima parte de genial que Aurora». Y no le faltaría razón. Pero yo no soy uno de los grandes de la ciencia ficción contemporánea, como sí lo es Kim Stanley Robinson, y es por eso que debemos valorarle de acuerdo a su trayectoria y a sus méritos pasados, que no son pocos ni mundanos.

Dicho lo cual, y volviendo a Aurora, es de justicia reconocer que está lejos de ser una novela olvidable o prescindible. Hay en ella material suficiente como para detenerse y reflexionar cada pocas decenas de páginas. Pues bien, eso es precisamente lo que voy a hacer a lo largo de los próximos párrafos: lanzar pequeños dardos informativos por aquí y por allá, y desmenuzar lo mucho que una obra tan porosa y rica en matices es capaz de dar de sí.

(Pequeño alto en el camino. Hay un vídeo extraordinario que Ediciones Minotauro subió a YouTube con motivo del lanzamiento de la novela en España. En él, el propio Kim Stanley Robinson explica la génesis de su obra y reflexiona sobre algunos de los aspectos técnicos que ha tenido en consideración para sus planteamientos. Muy recomendable e ilustrativo.)

La trama de Aurora gira en torno a la última generación humana de una nave interestelar que, décadas atrás (casi dos siglos), fue lanzada desde la Tierra con el objetivo último de alcanzar el sistema de Tau Ceti y colonizar una de sus lunas, similar a nuestro planeta. Sin embargo, la tripulación tendrá que enfrentarse a numerosos retos, no solo a su llegada al nuevo sistema interplanetario, sino a lo largo del trayecto. Sobrevivir se convertirá en su principal preocupación, y la ciencia, junto a una nave de última generación, se erigirá en una importante aliada manidad. ¿Será la tripulación capaz de alcanzar de una sola pieza su destino? Y, de hacerlo, ¿conseguirá asentarse con éxito en el nuevo mundo?

Esta es la premisa de Aurora. Los asiduos a la ciencia ficción encontrarán numerosos referentes a los que acudir a la hora de valorar y situar la novela de Kim Stanley Robinson dentro del subgénero de los viajes interestelares. Él mismo, de hecho, no es ningún profano en la materia; ya en algunas de sus anteriores obras coqueteaba con los viajes interplanetarios (Icehenge o 2312, sin ir más lejos). En Aurora, no obstante, este es el hilo conductor de la narración; o eso es, al menos, lo que todos imaginamos cuando nos enfrentamos de primeras a su lectura… Y bien está creerlo, pero pronto surgen los matices; ¡ay!, los inevitables matices.

Antes de comenzar con el destripe argumental (requerido y muy necesario en un caso como el que nos ocupa), valga decir que Aurora se lee con suma facilidad y mantiene el interés (renovado cada pocas páginas con giros narrativos y, hasta cierto punto, inesperados); es todo lo que uno espera encontrarse en una obra de Stanley Robinson: especulación con base científica y una nutrida colección de conceptos físicos y cavilaciones filosóficas (unas quizá más acertadas que otras).

Ahora bien, esa marca de la casa se deja ciertos enteros por el camino. No tildaría Aurora de fallida, si bien dista de ser redonda. Es una novela que juega demasiado con las vueltas de tuerca; con las expectativas; con lo insólito (y, no por ende, lo más sorpresivo)… y a veces se quema en el intento, dejándose elementos por el camino. Por momentos, se percibe como una extraña fuga a ninguna parte, y da la sensación de que Stanley Robinson está más interesado en huir de lo previsible (incluso de sí mismo) que en cerrar una historia tantísimas páginas atrás presentada.

Pero vayamos por partes.

Lo prometido es deuda: festival de destripes.

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Pesimismo.

Esta es la idea que con más fuerza resuena a lo largo de Aurora, y así quiero empezar, directo a la yugular; con la parte emocional más que con la racional. De hecho, algo me dice que Kim Stanley Robinson también ha dado un peso mayor de lo que en él es habitual a este aspecto anímico sobre el técnico-científico.

El ser humano no ha nacido para conquistar las estrellas; no está preparado, ni biológica ni psicológicamente. Es la primera y más machacona de las tesis que Robinson plantea. La vida se abre camino aquí, en nuestro mundo, pero también allá afuera, en el vasto e incomprensible Cosmos; y es más habitual de lo que a primera vista pueda parecer. Pero hay un matiz: sí, la vida arraiga con facilidad en su propio mundo, en su hábitat particular, pero no en otros. A la hora de dar el salto a un ecosistema distinto, todo lo que ha favorecido la aparición y consolidación de una determinada forma de vida, se vuelve en su contra, y cada una de estas facilidades se transforma en un impedimento diferente. Esta es una de las ideas más potentes de la novela.

Si empleamos la propia estructura de la obra para analizarla, en Aurora pueden distinguirse hasta cuatro partes con relativa facilidad.

La primera de ellas muestra la travesía de un grupúsculo de personas a bordo de una nave interplanetaria en su marcha hacia la Tierra Prometida, Aurora. Los elementos que Kim Stanley Robinson maneja son los esperables: científicos encargados de controlar cada retazo de vida en la nave, obsesionados con el reciclaje y las normas sociales y organizativas. Distintos biomas organizan y estructuran la vida humana en la nave. Cada uno de ellos representa un clima diferente de la Tierra, con sus características intrínsecas, incluida una flora y una fauna particulares. Todos los tripulantes saben que forman parte de una misión común, compartida, y se pliegan a las necesidades de la nave, su mundo. Generaciones enteras de seres humanos se han visto obligadas a pasar por esto; han nacido, vivido y fallecido en el seno de una nave-mundo. Para todos ellos, nacidos en la nave, no ha habido mucha libertad de elección; sus antepasados han decidido en su lugar (más sobre esto en solo unos párrafos).

En esta primera parte se perfilan los principales personajes. Devi es la ingeniera jefa de la nave; la encargada de velar por su buen funcionamiento. Su trabajo, como pronto constatamos, es una mezcla de inteligencia, rapidez de pensamiento, creatividad y liderazgo espiritual. Cuando la nave falla, el mundo falla. Devi es la profeta tecnológica, la que mejor conoce cómo funcionan los entresijos tecnológicos del navío y a quien todos acuden en busca de soluciones. Su hija Freya, apenas una niña en este momento, se nos presenta como el personaje que ha de sucederla en su cargo. Cuando Devi no esté, ella liderará a la humanidad de la nave-mundo. Pero no empleará la ciencia y la técnica como su madre; no, no es tan lista, ni tan espabilada, ni tan ágil de mente… Lo hará a su manera: a través del conocimiento de las inquietudes de sus iguales, con herramientas psicológicas y sociológicas.

Kim Stanley Robinson reflexiona sobre las consecuencias evolutivas que un viaje interplanetario de estas características podría tener sobre los seres humanos. El ambiente claustrofóbico, el uso intensivo de unos mismos recursos, reciclados hasta la extenuación o la pobre renovación genética humana, provocan una suerte de involución, inevitable. Cada nueva generación es algo menos inteligente que la anterior, un poco más torpe, peor preparada… Freya es la última de un linaje que comenzó décadas atrás. Ella no se siente especial, pero el mundo a su alrededor no hace sino recordárselo. La única manera a través de la que puede erigirse en una líder, es a través del componente social, y bajo la guía y la extrema precisión de la inteligencia artificial de la nave. Toda la perspicacia que Devi poseía, en cierto modo, le ha sido legada a la I.A. De hecho, Stanley Robinson nos muestra a una enferma Devi, sabedora de que sus horas están contadas, a menudo más centrada en enseñar y educar a la nave que a su propia hija Freya. Con el tiempo, el complejo Freya-nave conformará un único ente; el vástago definitivo de la genialidad de Devi, y la última esperanza de los viajeros del espacio.

La segunda parte de la novela describe la llegada a Aurora, la luna habitable de uno de los planetas del sistema de Tau Ceti. Han tenido que pasar casi dos siglos, pero la misión está cerca de su consecución. Los más aventureros son los primeros en abandonar la nave, su mundo, dispuestos a adentrarse en lo desconocido. El plan es sencillo: establecer una base de operaciones sobre la superficie de Aurora y, poco a poco, construir lo que será el principio de la nueva civilización. Podrán acceder a nuevos recursos y seguir empleando los numerosos biomas terrestres con una menor presión poblacional. No será una tarea fácil, pero les permitirá dejar atrás, al fin, la nave-mundo-cárcel y ver su futuro con optimismo.

En este punto, Stanley Robinson decide ejecutar el primero de sus giros argumentales, quizá el más coherente de todos: Aurora no es el paraíso que prometía ser. Al poco de posarse sobre su superficie y comenzar la construcción de los primeros módulos de la base, varios miembros de la tripulación mueren en extrañas circunstancias. La causa no tarda en manifestarse: una especie de virus ha arraigado con fuerza en Aurora y su ventosa atmósfera, letal para los seres humanos. Súbitamente, Aurora deja de ser la Tierra Prometida para convertirse en un infierno (otro más) para la humanidad.

Llegados a esta encrucijada, sorprende la secuencia de acontecimientos que este descubrimiento pone en marcha. Encontrar formas de vida patógenas en un planeta situado a varios años luz de distancia de la Tierra no debiera ser del todo inesperado. Sin embargo, para que la dialéctica del relato de Kim Stanley Robinson funcione, esto termina por provocar un cisma entre los viajeros del espacio. De repente, y para muchos, nada tiene sentido: si en Aurora hay un virus, su colonización es imposible, y las esperanzas que la humanidad había depositado en asentarse en un nuevo mundo se esfuman.

En apenas unos días, cuando los pioneros que habían descendido a la superficie de Aurora deciden regresar a la nave, a salvo del mortífero virus, se produce una catástrofe humanitaria. El resto de la población, que se había quedado a bordo, a la espera del establecimiento del campamento base, les niega la entrada; tienen miedo de que porten, sin saberlo, el virus en su seno. Se producen ataques indiscriminados entre unos y otros, y una pequeña guerra civil termina por estallar y configurar dos bandos perfectamente contrapuestos. El verdadero rostro de la humanidad queda al descubierto, ese que apenas la inocente esperanza de un mañana mejor había mantenido a raya durante los años de peregrinaje. Lo más interesante del relato es que no se establecen juicios éticos ni morales superficiales; no hay buenos ni malos. De hecho, es fácil identificarse con los «otros»; los que no son ni Freya ni los protagonistas, y ese es un punto muy a favor de Robinson.

Cuando la situación se calma, se produce el más fantástico de los giros argumentales: un buen número de los supervivientes decide que la mejor opción es regresar a la Tierra. Así, sin anestesia. Hablamos de personas que se han pasado la vida malviviendo en una nave-mundo, y cuyo único anhelo era alcanzar su destino, un nuevo mundo por colonizar. Tras la fallida experiencia de Aurora, en lugar de probar con otro planeta o seguir hacia su próximo destino (en una estrella cercana), muchos deciden que la mejor opción es regresar a la Tierra en un viaje que ninguno de ellos podrá completar en vida. ¿Tiene sentido algo así? Si llegar a la Tierra fuera posible en vida, podría entenderse. Pero, no siéndolo, ¿quién querría meterse otra vez en la misma maldita nave para regresar al punto de partida, un mundo que no conocen, siglos después de comenzar la travesía?

No parece que sea algo del todo lógico, y Kim Stanley Robinson, conocedor de la situación, se saca un as de la manga y da un vuelco completo a la narración. Otro deux ex machina. Gracias a una novedosa técnica de hibernación, es posible mantener dormidos y congelados a los tripulantes de la nave-mundo hasta que alcancen la Tierra. Lo descubren gracias a las retransmisiones que, desde hace años, llevan recibiendo del Sistema Solar. Al mando de la nave quedaría la I.A., responsable del cuidado de la tripulación hibernada y del mantenimiento de los biomas. Lo verdaderamente conflictivo del asunto es que esta posibilidad no estaba sobre la mesa cuando se votó regresar a la Tierra. De haberlo estado, podría entenderse que muchos se lanzaran a probarla. Los que deciden volver, lo hacen bajo la esperanza de que serán los descendientes de sus descendientes los que algún día, con suerte, llegarán a la Tierra. Probablemente este sea uno de los elementos narrativos más discordantes de Aurora.

No obstante, todo este cúmulo de circunstancias y giros argumentales cumple con su cometido. Le permiten a Kim Stanley Robinson reflexionar, entre otras cosas, sobre la futilidad de los viajes intergeneracionales, o sobre el destino de la humanidad más allá de su lugar de origen; y sobre la vida en general, las normas del Cosmos, el destino, la libertad y la razón. No seré yo el que se ponga en contra de todos estos altos y nobles conceptos. Sin embargo, el precio a pagar es una novela que se desarrolla a trompicones, con personajes y motivaciones a menudo forzados, y situaciones que, en más de una ocasión, se resuelven de forma inesperada o abrupta. No me parece un problema grave, ni siquiera irresoluble, pero sí impide que la novela alcance un grado de dignidad y sobriedad irrefutables.

Las tesis de Robinson quedan claras. El pesimismo en torno a la humanidad y la vida más allá de la Tierra es perceptible y palpable desde las primeras páginas. Es un mensaje interesante y, en cierto modo, disonante respecto al generalizado en la ciencia ficción, más proclive a un optimismo desmedido e irracional.

La cuarta parte de Aurora se corresponde con la llegada a la Tierra de parte de los tripulantes que decidieron regresar en la nave-mundo (hubo otros, dicho sea, que optaron por quedarse en los alrededores de Aurora, con una parte de la nave a su disposición, y con el objetivo de seguir intentando la colonización; nada volvemos a saber de ellos). Tras el protagonismo de la inteligencia artificial en el viaje de regreso, con algunos de los pasajes más inspirados de la novela, llega la melancolía; el desenlace.

La Tierra no es ese lugar que todos se habían imaginado, idealizado. Ha habido progreso, parece que el mundo vive en una extraña y forzada armonía, pero no hay una alegría generalizada; no hay motivos para la celebración. A Freya y a los suyos les cuesta entender la vida sobre la Tierra; las naciones, sus gentes, las luchas de poder. El nivel del mar, la sociedad; todo está conectado. Sienten vértigos y náuseas de un mundo que no terminan de comprender. Su auténtico planeta es la nave-mundo; es donde nacieron y se criaron, y donde sus padres lo hicieron antes que ellos. Lo único que comprenden. La Tierra firme, pese a ser el origen de la vida humana, se manifiesta como un elemento ajeno a su concepción vital.

Así, el único lugar en el que Freya será capaz de encontrar un pequeño alivio es en el mar, en ese punto intermedio entre el espacio y la tierra. Solo sobre las aguas, a merced de las mareas y las olas, de los planetas y la gravedad, logrará encontrar un punto de anclaje con la Tierra. Quizá sea la parte más redonda de la novela, si bien ha habido que realizar varios triples mortales para llegar hasta aquí.

Esta es una de las sensaciones que a uno le quedan después de las miles de palabras que conforman la novela: muchas idas y venidas, innumerables giros argumentales (algunos forzados) y, en definitiva, un camino pedregoso e irregular para llegar a un destino que nadie podría imaginarse al poner sus manos sobre los primeros capítulos. En realidad, quizá este sea uno de los méritos de Aurora: la constante sorpresa, la perenne sensación de novedad. Yo mismo estoy hablando de ello, y de manera elogiosa, ¿no es así? Pero cuando se lee a alguien tan preciso y minucioso con todo lo que tiene que ver con la ciencia, uno espera el mismo tipo de mimo hacia la estructura narrativa.

La I.A. de la nave desempeña un papel fundamental, no solo en la trama, sino en los mismos procesos narrativos. A través de la evolución y el aprendizaje de la I.A., la narración va tomando forma, perfeccionándose. Puede que sea un truco algo tosco, pero se entiende lo que llevó a Kim Stanley Robinson a plantear un escenario así. Una vez que la escala de tiempo humana es superada, solo queda contar con narradores individuales en cada temporalidad. Bueno, hay otra alternativa: ¿por qué no valerse de una forma de vida que pueda vivir cientos, miles de años? Es el narrador lógico para una aventura que abarca siglos de existencia. E, inevitablemente, la I.A. se muestra en última instancia demasiado humana, contagiada por ese virus que es la humanidad en su conjunto, por mucho que Stanley Robinson busque dotarla de una frialdad que, por momentos, se antoja impostada.

Una última y prometida reflexión: la libertad y la elección. La novela se posiciona en contra del viaje interestelar, al menos tal y como lo concebimos con la tecnología que, se espera, la raza humana pueda poseer en las décadas venideras. Son viajes que no parece que puedan durar menos de varios decenios (siglos, incluso). Arcas de Noé que son lanzadas a las profundidades del Cosmos con la esperanza de que sean la semilla de un nuevo mundo. Ningún ser humano puede soportar por sí mismo tanto tiempo, pero sí una raza; la humanidad entendida como conjunto de seres humanos. Los hijos de los hijos de los hijos de los que se enrolen en tal misión puede que lo terminen logrando, pero nadie les ha preguntado a esas generaciones si esa es la vida que desean. A decir verdad, nadie le ha preguntado nunca a nadie si desea nacer o no (que sepamos). Sin embargo, nacer en una nave espacial con un destino prefijado limita sobremanera las posibilidades de uno, mucho más que hacerlo en cualquier otro lugar del mundo. O no (que se lo pregunten a los nacidos en las zonas más deprimidas del planeta, o en los siglos más oscuros de la historia humana…).

Contra todo esto se rebelan Stanley Robinson y muchos de sus personajes. Ninguno de los que llegan a Aurora forma parte de los tripulantes que en origen se lanzaron a las estrellas. Son los descendientes, obligados por sus ancestros a cumplir con el plan de la raza humana. Pero el ser humano es egoísta por naturaleza, y es incapaz de pensar a siglos vista; el corto plazo siempre todo lo nubla. No está carente de ironía el hecho de que todos los que se sienten defraudados por sus ascendentes, al haber decidido por ellos, terminan por cometer el mismo pecado: deciden que han de regresar a la Tierra. No se les puede culpar; al fin y al cabo, no es lo mismo lanzarse a una aventura de tales características desde la Tierra, que hacerlo desde los confines del espacio, más lejos de lo que nunca nadie ha llegado hasta ese momento, y con la alternativa de una más que probable muerte esperándoles al otro lado…

A Kim Stanley Robinson no se le puede negar una sana ambición en su planteamiento. Una vez finalizada, si uno echa la vista atrás y piensa sobre Aurora, no puede sino maravillarse. El alcance y la escala de la novela son mastodónticos. La narración avanza a buen ritmo, los personajes poseen cierto atractivo, especialmente Freya (tan frágil y delicada en su evolución) y la I.A. de la nave. Hay muchas pistas falsas, ecos de otras obras, giros extremos de guión, y una reflexión lúcida y pertinente. Pesimista, sí, pero clarividente y madura. No será la obra más recordada del escritor estadounidense, pero sí creo que es una buena adición para cualquier aficionado al género. Y posee el suficiente interés como para también atraer a los menos fanáticos.

En lo que a quien escribe estas palabras respecta, seguiré leyendo sus próximas novelas con el mismo entusiasmo de siempre. Rara vez me dejan indiferente. Y diré aún más: tenía pensado escribir una reseña de unas 1.000 palabras, y constato, con cierta perplejidad, que he sobrepasado las 3.500…

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Snow Crash (1992), de Neal Stephenson

27 julio, 2020 by Carlos Sibid

Snow Crash (1992), de Neil Stephenson

Junto a La era del diamante (The Diamond Age, 1995) y Criptonomicón (Cryptonomicon, 1999), Snow Crash es una de las obras más recordadas y celebradas de Neal Stephenson (dicho lo cual, estoy ansioso por echarle el guante a Seveneves [2015]).

Premonitoria y seminal, influyente, ambiciosa y de un alcance prácticamente inabarcable, Snow Crash fue capaz por sí sola de redefinir el cyberpunk de los años noventa, ampliar sus límites y, de paso, zarandear al lector con un estilo ágil, directo y lleno de humor y mala baba.

Hiro Protagonist se gana la vida repartiendo pizzas para la Mafia en el mundo real, pero es también un genial hacker con una nada disimulada afición por las catanas. Cuando no está trabajando, se conecta al Metaverso (como muchos otros), un universo virtual al que la gente accede desde su terminal móvil para desconectar de la realidad. Por su parte, T.A. es una korreo adolescente y adicta al riesgo. Reparte paquetes sobre su monopatín futurista para la compañía RadiKS. Con la ayuda de su arpón, es capaz de adherirse a cualquier vehículo con el que se cruza, lo que le permite sortear el tráfico y llegar en tiempo récord a su destino. Ambos unirán sus fuerzas para descubrir qué hay detrás del Snow Crash, una nueva y enigmática sustancia que está dejando tras de sí un reguero de cadáveres, tanto en el mundo real como en el Metaverso. Pero, ¿qué es exactamente: un virus, una droga? ¿Y de dónde ha salido?

Esta es la premisa de Snow Crash, pero merece la pena hacer un par de apuntes. Primero: sí, Hiro se apellida Protagonist, y es también el protagonista de la novela (y el héroe, claro; doble redundancia). Segundo: he leído la traducción al español editada por Gigamesh; y desde aquí quiero felicitar públicamente a su traductor, Juanma Barranquero, pues entiendo que no es tarea fácil enfrentarse a una novela tan llena de tecnicismos y palabras sacadas de la manga (korreo, Fedlandia, barclave, goglo, etc.). La inventiva de Stephenson en este sentido no tiene límites. Tercero: sí, la Mafia regenta la franquicia más importante de pizzas de los EE.UU. Uno de sus leitmotivs es que si los pedidos no se entregan en treinta minutos, las pizzas le salen gratis al consumidor, y el mismísimo y todopoderoso dueño, Tío Enzo, ha de pedir disculpas en persona por los inconvenientes causados. Todos se aseguran de que esto nunca pase, aunque solo sea por no tener que molestar al temido Tío Enzo. Existen, de hecho, universidades de reparto de pizzas, en las que se estudia el oficio y el arte de las pizzas y sus entregas…

Esto es Snow Crash…

Digresión 1. Voy a hacer en esta reseña lo mismo que Stephenson hace en la novela: irme momentáneamente por las ramas para hacer breves comentarios sobre aspectos llamativos del argumento. Repartidores y korreos. Así se abren los dos primeros capítulos de Snow Crash, describiendo los trabajos de sus dos protagonistas. Tres décadas de diferencia entre el mañana que Stephenson imaginó en 1992 y el hoy, post-pandemia global, la vigencia es cuasi-total. Los servicios de mensajería del presente, copados por multinacionales como FedEx, UPS o Amazon, cuentan entre sus filas además con numerosos mensajeros autónomos para trasladar las mercancías (más cuantiosas a medida que aumentan las clases medias y el progreso humano) por una mísera paga.

¿Futuro, pasado, presente?

Snow Crash es un complejo batiburrillo de ideas (algunas más brillantes que otras), y Stephenson es una suerte de renacentista del cyberpunk, capaz de aunar la corriente más ortodoxa de Gibson (low life, implantes informáticos, corporaciones…) con la exploración de los límites de la informática y la presentación de sus heraldos, los hackers, como los héroes (y villanos) de la función. Un futuro distópico en el que la ciudad ha quedado atomizada, y cientos de pequeñas ciudades-estados o barclaves se extienden por doquier, a modo de Reinos de Taifas, rodeados por franquicias e interminables kilómetros de luces de neón. Snow Crash es cyberpunk hasta la médula; está en su ADN. Y Neal Stephenson es uno de sus Mesías.

Antes de entrar a desgranar en profundidad la novela en la parte de spoilers severos, vaya por delante que la densidad del relato es elevada, el estilo es directo y seco, la trama posee digresiones importantes (¿a alguien más le ha venido a la mente Carbono modificado [Altered Carbon, Richard Morgan, 2002]?) y los personajes no son la cúspide de la empatía. Entonces, ¿por qué me parece una obra maestra? Bueno, ya he dado algunas pinceladas, pero a continuación van otras tantas…

A partir de este momento, spoilers severos…

El gran triunfo de Snow Crash es la creación del Metaverso, un vasto universo virtual al que la gente accede para llevar una segunda vida diferente a la real, la mayoría movidos por el aspecto lúdico del asunto. Pero, como con todo, también se pueden hacer negocios en ese otro mundo, e incluso morir… La novela se publicó en 1992. Da vértigo pensar lo adelantado a su tiempo que Stephenson estuvo y lo detallista que resultó su descripción de ese mundo. No se limitó únicamente a conceptualizarlo; profundizó en él, se sumergió, creó normas, pensó en las manías de la gente que lo usaba, en los problemas cotidianos de su manejo, etc. Se enfangó hasta el cuello para desarrollar y dotar de coherencia algo que, por lo demás, podría haber sido del todo etéreo y distante. Snow Crash probablemente posea muchas otras virtudes y defectos, pero la mera introducción del Metaverso es ya motivo suficiente como para situar la novela a la misma altura que otras obras de referencia del género. El germen de Matrix (The Matrix, hermanas Wachowski, 1999), Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak, 1999) o eXistenZ (David Cronenberg, 1999) está aquí, a la vista de todos.

A nivel narrativo, el peso de la novela recae sobre Hiro y T.A. De hecho, los capítulos están narrados desde el punto de vista de cada uno de ellos, según sea el caso. Uno de los rasgos más reseñables de Hiro es su adhesión a ese arquetipo de antihéroe clásico. Es uno de los creadores del Metaverso, uno de los mejores hackers del mundo, el mejor espadachín de la realidad y el Metaverso, y, sin embargo, tiene problemas para llegar a fin de mes (lo que le obliga a compartir piso con un tipo de lo más peculiar: Vitaly Chernobyl, líder de la banda musical Vitaly Chernobyl y los Desastres Nucleares). Hiro podría trabajar para cualquier corporación por un sueldo astronómico, pero no es ese su estilo. Prefiere ir por libre. De ascendencia asiática, Stephenson remarca en múltiples ocasiones la condición racial de Hiro, a quien a menudo unos y otros se refieren como una mezcla de japonés y negro.

Mientras Hiro encarna al típico antihéroe todopoderoso, inteligente y, prácticamente, indestructible, T.A. muestra una perspectiva más frágil y realista. Vive junto a su madre, una agente federal (luego entraremos en el tema de los Feds), y se gana la vida repartiendo paquetes sin que su madre lo sepa. Una forma como cualquier otra de matar el tiempo, ganarse un dinero y sobrellevar su adicción al riesgo. Con una tecnología futurista y puntera (casco y traje anti caídas, monopatín con intelirruedas, arpón magnético…), T.A. es el elemento más dinámico y volátil de la ecuación. Es anárquica y se mueve llevada por impulsos, lo que sin duda ayuda a dotar a la novela de ese ritmo tan frenético. Es el contrapunto a la densidad de Hiro, sobre todo cuando este se pone reflexivo y se encierra en su biblioteca virtual.

Respecto a los villanos, el abanico de personajes es delirante; hay para dar y tomar. Copan la pirámide Bob Rife y Cuervo. El primero, un magnate de las telecomunicaciones podrido de dinero, dueño de la banda ancha y obsesionado por la cultura sumeria y un extraño poder que cree haber desentrañado en unos mecanismos de aprendizaje y lenguaje ya extintos. El segundo, la mano derecha de Rife, un aleutiano gigante y con unas cualidades físicas y mentales fuera de lo común. Se pasea por la ciudad con una bomba nuclear en el sidecar de su moto. Creo que esta es una de las cosas más cyberpunk que he leído nunca. De hecho, tuve que releer el párrafo de nuevo para asegurarme de que lo había entendido bien. Y sí, así era… Me quité simbólicamente el sombrero. A sus pies, Stephenson. ¡Bravo!

Mucho podría escribirse sobre ambos villanos, y sobre tantos otros secundarios que se dejan caer a lo largo de la novela, incluidos un presidente de los EE.UU. marioneta, capos de la Mafia, líderes de bandas tribales… Es Cuervo, sin embargo, el más memorable de todos. Destila cierto desdén y superioridad, no ya solo entre los villanos, sino entre todos los personajes de la novela. A medida que conocemos más sobre su pasado, sobre su tragedia personal, más estamos de su lado. Y su extraña relación con T.A. no hace sino acrecentar este extraño magnetismo hacia su figura.

El contexto económico de Snow Crash se manifiesta a través de la extraña cultura de las franquicias en la que se ha transformado el mundo (al menos, los EE.UU). Hay un cierto aroma a post-capitalismo en ello, como si los estados hubieran perdido su poder unitario en favor de las corporaciones, las únicas que pueden permitirse una influencia real y efectiva a lo largo y ancho de los miles de kilómetros cuadrados que antes componían los EE.UU. Hay, pese a todo, anarquía dentro de esta estructura organizativa. Incluso los servicios de seguridad y el ejército se han privatizado, y son diferentes empresas las que compiten entre sí por la seguridad. La religión también ha caído bajo el influjo del capital, con franquicias religiosas diseminadas entre las llamativas luces de neón de los innumerables barclaves.

Un liberalismo extremo en el que estructuras nacionales como la de los federales (Feds) han perdido su razón de ser; han muerto a consecuencia de una extrema burocratización que impide que puedan realizar tareas productivas. El capítulo centrado en la madre de T.A., que trabaja como Fed, bordea lo terrorífico (por lo perfectamente posible, al menos a nivel tecnológico, que sería llevar a cabo el tipo de control tan disparatado que se describe) y lo satírico. Se controla cuánto uno ha de tardar en leer un texto, cómo hay que proceder si se tarda más (o si se tarda menos), a qué hora exacta llega cada uno, hacia dónde dirigen su mirada por el monitor, etc. Una paranoia heredera de las peores pesadillas de George Orwell o Aldous Haxley.

El núcleo argumental de Snow Crash gira en torno a una droga/virus emergente que se ceba con los hackers. El concepto es retorcido y poco intuitivo. Es, a fin de cuentas, una de las cartas que Stephenson se guarda en la manga hasta bien avanzada la trama. La explicación conceptual del Snow Crash abarca incontables páginas, y le permite a Stephenson profundizar en el origen de la cultura occidental a través de una revaluación de la civilización sumeria y, de paso, de todas las sociedades antiguas que terminaron por moldear nuestra base de creencias. 

Digresión 2. Salvando las distancias, me pareció una estratagema similar a la que algunos años después catapultaría a Dan Brown y su obra, El código Da Vinci (The Da Vinci Code, 2003), al primer puesto de las listas de los libros más vendidos. Acudiendo a las fuentes y a los orígenes mitológicos, en ambos casos se busca dar con momentos históricos claves que definieron las principales corrientes de pensamiento, y que dejaron soterradas otras vías, a priori, tan válidas o relevantes como las oficiales.

Stephenson se explaya a gusto. De primeras, resulta chocante combinar la lingüística con el cyberpunk, pero en realidad no puede tener más sentido, sobre todo si, como hacen los hackers, se reduce el nuevo Metaverso a unos y ceros; o, lo que es lo mismo, a un nuevo lenguaje.

La idea de un virus cerebral resulta atractiva. Y más aún: de un virus cerebral que puede ser usado con fines muy concretos. La información como virus. Lo que sabemos, nuestras creencias, no son sino una especie de virus que se transmite a través de las palabras y los textos, de generación en generación.

La prosa de Stephenson destila muchas cosas, y nunca está carente de imaginación. El uso del presente dota a la novela de un ritmo cinematográfico, agresivo, muy de cómic; y de un constante sentido de urgencia. Precisamente por ello, a menudo los acontecimientos se aglutinan y se resuelven de manera un tanto precipitada. Quizá sea esto lo que suceda al final de la historia. Demasiados frentes abiertos, demasiados conflictos a medias. Todo se cierra, pero un tanto caóticamente. No puede negarse que, al menos, es coherente con el estilo de la novela. Porque eso es Snow Crash desde la primera página: aparatosos fuegos artificiales, para bien y para mal. En la opinión de quien escribe estas palabras, más para bien que para mal.

Digresión 3. No quería terminar esta reseña sin hablar de las Criaturas Rata, pues me parecen uno de los grandes descubrimientos. Cyborgs que, cuales Robocops, combinan una parte animal y otra mecánica. El resultado: unas cruentas máquinas de matar, empleadas como elementos de seguridad por muchas de las franquicias y barclaves descritos en la novela. Son tan rápidas que se especula con cuál es su forma real. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que descuartizan a sus enemigos, invasores. El relato nos permite adentrarnos en sus cabecitas (y descubrir que están dirigidas por las mentes de inocentes perros, que todavía piensan en términos de “manada”, amigos o enemigos, y que desconocen que en realidad ya no son perros…) y en la de su creador, Ng, un tipo que en lugar de silla de ruedas prefiere ir en una furgoneta biónica que él mismo controla, a salvo, desde un palacete en el Metaverso. Su cuerpo, una masa informe dentro de una bulba rodeada de cables, como si de un gusano de seda en proceso de transformación se tratara, es capaz de controlar remotamente el vehículo y todos sus componentes. Las contadas apariciones de las Criaturas Rata se encuentran entre las más estimulantes y sanguinarias de la novela.

Desde luego, Snow Crash no es una obra fácil de digerir. Es extraordinariamente nicho y dura, y no tanto por su violencia como por lo retorcido de su trama y lo áspero de su estilo. Las líneas argumentales se suceden y se entrecruzan de manera un tanto errática. El contrapunto lo ponen unos agradables toques de humor negro, mucha sátira, instantes absolutamente disparatados y una acción espectacular. Por lo demás, uno no puede leerla sin más; hay que sumergirse en ella. Y contextualizarla. Al igual que sucede con Neuromante (Neuromancer, 1984), de William Gibson, es una de las obras que esbozó lo que estaba por venir. No debe leerse con los ojos de hoy en día, pues casi todo suena a ya visto, pero en aquel momento, año 1992, aquello era el futuro, literal y figuradamente.

Snow Crash es uno de los principales motivos por los que Neal Stephenson posee ese aura de visionario dentro del género. Todavía hoy en día conserva la fuerza de antaño. Un tour de force, un directo a la mandíbula… y un auténtico monumento al cyberpunk.

Filed Under: Lecturas, Literatura, Reseñas Tagged With: literatura, Neal Stephenson, Reseñas

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