Junto con La era del diamante (The Diamond Age, 1995) y Criptonomicón (Cryptonomicon, 1999), Snow Crash es una de las obras más recordadas y celebradas de Neal Stephenson (dicho lo cual, estoy ansioso por echarle el guante a Seveneves [2015]).
Premonitoria y seminal, influyente, ambiciosa y de un alcance prácticamente inabarcable, Snow Crash fue capaz por sí sola de redefinir el cyberpunk de los años noventa, ampliar sus límites y, de paso, zarandear al lector con un estilo ágil, directo y lleno de humor y mala baba.
Hiro Protagonist se gana la vida repartiendo pizzas para la Mafia en el mundo real, pero es también un genial hacker con una nada disimulada afición por las catanas. Cuando no está trabajando, se conecta al Metaverso (como muchos otros), un universo virtual al que la gente accede desde su terminal móvil para desconectar de la realidad. Por su parte, T.A. es una korreo adolescente y adicta al riesgo. Reparte paquetes sobre su monopatín futurista para la compañía RadiKS. Con la ayuda de su arpón, es capaz de adherirse a cualquier vehículo con el que se cruza, lo que le permite sortear el tráfico y llegar en tiempo récord a su destino. Ambos unirán sus fuerzas para descubrir qué hay detrás del Snow Crash, una nueva y enigmática sustancia que está dejando tras de sí un reguero de cadáveres, tanto en el mundo real como en el Metaverso. Pero, ¿qué es exactamente: un virus, una droga? ¿Y de dónde ha salido?
Esta es la premisa de Snow Crash, pero merece la pena hacer un par de apuntes. Primero: sí, Hiro se apellida Protagonist, y es también el protagonista de la novela (y el héroe, claro; doble redundancia). Segundo: he leído la traducción al español editada por Gigamesh; y desde aquí quiero felicitar públicamente a su traductor, Juanma Barranquero, pues entiendo que no es tarea fácil enfrentarse a una novela tan llena de tecnicismos y palabras sacadas de la manga (korreo, Fedlandia, barclave, goglo, etc.). La inventiva de Stephenson en este sentido no tiene límites. Tercero: sí, la Mafia regenta la franquicia más importante de pizzas de los EE.UU. Uno de sus leitmotivs es que si los pedidos no se entregan en treinta minutos, las pizzas le salen gratis al consumidor, y el mismísimo y todopoderoso dueño, Tío Enzo, ha de pedir disculpas en persona por los inconvenientes causados. Todos se aseguran de que esto nunca pase, aunque solo sea por no tener que molestar al temido Tío Enzo. Existen, de hecho, universidades de reparto de pizzas, en las que se estudia el oficio y el arte de las pizzas y sus entregas…
Esto es Snow Crash…
Digresión 1. Voy a hacer en esta reseña lo mismo que Stephenson hace en la novela: irme momentáneamente por las ramas para hacer breves comentarios sobre aspectos llamativos del argumento. Repartidores y korreos. Así se abren los dos primeros capítulos de Snow Crash, describiendo los trabajos de sus dos protagonistas. Tres décadas de diferencia entre el mañana que Stephenson imaginó en 1992 y el hoy, post-pandemia global, la vigencia es cuasi-total. Los servicios de mensajería del presente, copados por multinacionales como FedEx, UPS o Amazon, cuentan entre sus filas además con numerosos mensajeros autónomos para trasladar las mercancías (más cuantiosas a medida que aumentan las clases medias y el progreso humano) por una mísera paga.
¿Futuro, pasado, presente?
Snow Crash es un complejo batiburrillo de ideas (algunas más brillantes que otras), y Stephenson es una suerte de renacentista del cyberpunk, capaz de aunar la corriente más ortodoxa de Gibson (low life, implantes informáticos, corporaciones…) con la exploración de los límites de la informática y la presentación de sus heraldos, los hackers, como los héroes (y villanos) de la función. Un futuro distópico en el que la ciudad ha quedado atomizada, y cientos de pequeñas ciudades-estados o barclaves se extienden por doquier, a modo de Reinos de Taifas, rodeados por franquicias e interminables kilómetros de luces de neón. Snow Crash es cyberpunk hasta la médula; está en su ADN. Y Neal Stephenson es uno de sus Mesías.
Antes de entrar a desgranar en profundidad la novela en la parte de spoilers severos, vaya por delante que la densidad del relato es elevada, el estilo es directo y seco, la trama posee digresiones importantes (¿a alguien más le ha venido a la mente Carbono modificado [Altered Carbon, Richard Morgan, 2002]?) y los personajes no son la cúspide de la empatía. Entonces, ¿por qué me parece una obra maestra? Bueno, ya he dado algunas pinceladas, pero a continuación van otras tantas…
A partir de este momento, spoilers severos…
El gran triunfo de Snow Crash es la creación del Metaverso, un vasto universo virtual al que la gente accede para llevar una segunda vida diferente a la real, la mayoría movidos por el aspecto lúdico del asunto. Pero, como con todo, también se pueden hacer negocios en ese otro mundo, e incluso morir… La novela se publicó en 1992. Da vértigo pensar lo adelantado a su tiempo que Stephenson estuvo y lo detallista que resultó su descripción de ese mundo. No se limitó únicamente a conceptualizarlo; profundizó en él, se sumergió, creó normas, pensó en las manías de la gente que lo usaba, en los problemas cotidianos de su manejo, etc. Se enfangó hasta el cuello para desarrollar y dotar de coherencia algo que, por lo demás, podría haber sido del todo etéreo y distante. Snow Crash probablemente posea muchas otras virtudes y defectos, pero la mera introducción del Metaverso es ya motivo suficiente como para situar la novela a la misma altura que otras obras de referencia del género. El germen de Matrix (The Matrix, hermanas Wachowski, 1999), Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak, 1999) o eXistenZ (David Cronenberg, 1999) está aquí, a la vista de todos.
A nivel narrativo, el peso de la novela recae sobre Hiro y T.A. De hecho, los capítulos están narrados desde el punto de vista de cada uno de ellos, según sea el caso. Uno de los rasgos más reseñables de Hiro es su adhesión a ese arquetipo de antihéroe clásico. Es uno de los creadores del Metaverso, uno de los mejores hackers del mundo, el mejor espadachín de la realidad y el Metaverso, y, sin embargo, tiene problemas para llegar a fin de mes (lo que le obliga a compartir piso con un tipo de lo más peculiar: Vitaly Chernobyl, líder de la banda musical Vitaly Chernobyl y los Desastres Nucleares). Hiro podría trabajar para cualquier corporación por un sueldo astronómico, pero no es ese su estilo. Prefiere ir por libre. De ascendencia asiática, Stephenson remarca en múltiples ocasiones la condición racial de Hiro, a quien a menudo unos y otros se refieren como una mezcla de japonés y negro.
Mientras Hiro encarna al típico antihéroe todopoderoso, inteligente y, prácticamente, indestructible, T.A. muestra una perspectiva más frágil y realista. Vive junto a su madre, una agente federal (luego entraremos en el tema de los Feds), y se gana la vida repartiendo paquetes sin que su madre lo sepa. Una forma como cualquier otra de matar el tiempo, ganarse un dinero y sobrellevar su adicción al riesgo. Con una tecnología futurista y puntera (casco y traje anti caídas, monopatín con intelirruedas, arpón magnético…), T.A. es el elemento más dinámico y volátil de la ecuación. Es anárquica y se mueve llevada por impulsos, lo que sin duda ayuda a dotar a la novela de ese ritmo tan frenético. Es el contrapunto a la densidad de Hiro, sobre todo cuando este se pone reflexivo y se encierra en su biblioteca virtual.
Respecto a los villanos, el abanico de personajes es delirante; hay para dar y tomar. Copan la pirámide Bob Rife y Cuervo. El primero, un magnate de las telecomunicaciones podrido de dinero, dueño de la banda ancha y obsesionado por la cultura sumeria y un extraño poder que cree haber desentrañado en unos mecanismos de aprendizaje y lenguaje ya extintos. El segundo, la mano derecha de Rife, un aleutiano gigante y con unas cualidades físicas y mentales fuera de lo común. Se pasea por la ciudad con una bomba nuclear en el sidecar de su moto. Creo que esta es una de las cosas más cyberpunk que he leído nunca. De hecho, tuve que releer el párrafo de nuevo para asegurarme de que lo había entendido bien. Y sí, así era… Me quité simbólicamente el sombrero. A sus pies, Stephenson. ¡Bravo!
Mucho podría escribirse sobre ambos villanos, y sobre tantos otros secundarios que se dejan caer a lo largo de la novela, incluidos un presidente de los EE.UU. marioneta, capos de la Mafia, líderes de bandas tribales… Es Cuervo, sin embargo, el más memorable de todos. Destila cierto desdén y superioridad, no ya solo entre los villanos, sino entre todos los personajes de la novela. A medida que conocemos más sobre su pasado, sobre su tragedia personal, más estamos de su lado. Y su extraña relación con T.A. no hace sino acrecentar este extraño magnetismo hacia su figura.
El contexto económico de Snow Crash se manifiesta a través de la extraña cultura de las franquicias en la que se ha transformado el mundo (al menos, los EE.UU). Hay un cierto aroma a post-capitalismo en ello, como si los estados hubieran perdido su poder unitario en favor de las corporaciones, las únicas que pueden permitirse una influencia real y efectiva a lo largo y ancho de los miles de kilómetros cuadrados que antes componían los EE.UU. Hay, pese a todo, anarquía dentro de esta estructura organizativa. Incluso los servicios de seguridad y el ejército se han privatizado, y son diferentes empresas las que compiten entre sí por la seguridad. La religión también ha caído bajo el influjo del capital, con franquicias religiosas diseminadas entre las llamativas luces de neón de los innumerables barclaves.
Un liberalismo extremo en el que estructuras nacionales como la de los federales (Feds) han perdido su razón de ser; han muerto a consecuencia de una extrema burocratización que impide que puedan realizar tareas productivas. El capítulo centrado en la madre de T.A., que trabaja como Fed, bordea lo terrorífico (por lo perfectamente posible, al menos a nivel tecnológico, que sería llevar a cabo el tipo de control tan disparatado que se describe) y lo satírico. Se controla cuánto uno ha de tardar en leer un texto, cómo hay que proceder si se tarda más (o si se tarda menos), a qué hora exacta llega cada uno, hacia dónde dirigen su mirada por el monitor, etc. Una paranoia heredera de las peores pesadillas de George Orwell o Aldous Haxley.
El núcleo argumental de Snow Crash gira en torno a una droga/virus emergente que se ceba con los hackers. El concepto es retorcido y poco intuitivo. Es, a fin de cuentas, una de las cartas que Stephenson se guarda en la manga hasta bien avanzada la trama. La explicación conceptual del Snow Crash abarca incontables páginas, y le permite a Stephenson profundizar en el origen de la cultura occidental a través de una revaluación de la civilización sumeria y, de paso, de todas las sociedades antiguas que terminaron por moldear nuestra base de creencias.
Digresión 2. Salvando las distancias, me pareció una estratagema similar a la que algunos años después catapultaría a Dan Brown y su obra, El código Da Vinci (The Da Vinci Code, 2003), al primer puesto de las listas de los libros más vendidos. Acudiendo a las fuentes y a los orígenes mitológicos, en ambos casos se busca dar con momentos históricos claves que definieron las principales corrientes de pensamiento, y que dejaron soterradas otras vías, a priori, tan válidas o relevantes como las oficiales.
Stephenson se explaya a gusto. De primeras, resulta chocante combinar la lingüística con el cyberpunk, pero en realidad no puede tener más sentido, sobre todo si, como hacen los hackers, se reduce el nuevo Metaverso a unos y ceros; o, lo que es lo mismo, a un nuevo lenguaje.
La idea de un virus cerebral resulta atractiva. Y más aún: de un virus cerebral que puede ser usado con fines muy concretos. La información como virus. Lo que sabemos, nuestras creencias, no son sino una especie de virus que se transmite a través de las palabras y los textos, de generación en generación.
La prosa de Stephenson destila muchas cosas, y nunca está carente de imaginación. El uso del presente dota a la novela de un ritmo cinematográfico, agresivo, muy de cómic; y de un constante sentido de urgencia. Precisamente por ello, a menudo los acontecimientos se aglutinan y se resuelven de manera un tanto precipitada. Quizá sea esto lo que suceda al final de la historia. Demasiados frentes abiertos, demasiados conflictos a medias. Todo se cierra, pero un tanto caóticamente. No puede negarse que, al menos, es coherente con el estilo de la novela. Porque eso es Snow Crash desde la primera página: aparatosos fuegos artificiales, para bien y para mal. En la opinión de quien escribe estas palabras, más para bien que para mal.
Digresión 3. No quería terminar esta reseña sin hablar de las Criaturas Rata, pues me parecen uno de los grandes descubrimientos. Cyborgs que, cuales Robocops, combinan una parte animal y otra mecánica. El resultado: unas cruentas máquinas de matar, empleadas como elementos de seguridad por muchas de las franquicias y barclaves descritos en la novela. Son tan rápidas que se especula con cuál es su forma real. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que descuartizan a sus enemigos, invasores. El relato nos permite adentrarnos en sus cabecitas (y descubrir que están dirigidas por las mentes de inocentes perros, que todavía piensan en términos de “manada”, amigos o enemigos, y que desconocen que en realidad ya no son perros…) y en la de su creador, Ng, un tipo que en lugar de silla de ruedas prefiere ir en una furgoneta biónica que él mismo controla, a salvo, desde un palacete en el Metaverso. Su cuerpo, una masa informe dentro de una bulba rodeada de cables, como si de un gusano de seda en proceso de transformación se tratara, es capaz de controlar remotamente el vehículo y todos sus componentes. Las contadas apariciones de las Criaturas Rata se encuentran entre las más estimulantes y sanguinarias de la novela.
Desde luego, Snow Crash no es una obra fácil de digerir. Es extraordinariamente nicho y dura, y no tanto por su violencia como por lo retorcido de su trama y lo áspero de su estilo. Las líneas argumentales se suceden y se entrecruzan de manera un tanto errática. El contrapunto lo ponen unos agradables toques de humor negro, mucha sátira, instantes absolutamente disparatados y una acción espectacular. Por lo demás, uno no puede leerla sin más; hay que sumergirse en ella. Y contextualizarla. Al igual que sucede con Neuromante (Neuromancer, 1984), de William Gibson, es una de las obras que esbozó lo que estaba por venir. No debe leerse con los ojos de hoy en día, pues casi todo suena a ya visto, pero en aquel momento, año 1992, aquello era el futuro, literal y figuradamente.
Snow Crash es uno de los principales motivos por los que Neal Stephenson posee ese aura de visionario dentro del género. Todavía hoy en día conserva la fuerza de antaño. Un tour de force, un directo a la mandíbula… y un auténtico monumento al cyberpunk.