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Después del cyberpunk, escrito por Carlos Sibid

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Cine

Ad Astra (2019), de James Gray

28 septiembre, 2019 by Carlos Sibid

Ad Astra (2019), de James Gray

He visto Ad Astra hace apenas unas horas y aún no la he terminado de procesar. No tenía pensado sentarme a escribir una reseña a estas horas, pero lo cierto es que sigo dándole vueltas a la película. Me ha removido por dentro, a un nivel muy visceral. La he estado comentando con un amigo durante una hora larga, y luego he seguido rumiándola. Hay algo en el fondo de esta historia, en la manera de contarla, en los recovecos emocionales de su protagonista, que no puedo apartar de mi cabeza. Y no lo comprendo del todo.

Entiéndaseme: el guion es sólido, el aspecto visual, portentoso, la música, la dirección, las interpretaciones… todo funciona. Todo es más que correcto. Pero la clave está en los detalles; creo que es ahí donde radica la extraña dignidad de Ad Astra. Instantes disonantes que explotan y se expanden hasta lo más hondo del alma. Todo suena a convencional, a ya visto, no hay sorpresas ni grandes giros; es la sutileza de los pequeños momentos, diseminados por aquí y por allá, lo que termina por dotar al filme de un ADN propio y una fuerza inesperada.

La primera referencia que a uno le viene a la cabeza quizá sea Interestellar (Christopher Nolan, 2014). Si bien los paralelismos están ahí y son más que evidentes, a poco que uno bucee en la propuesta se encuentra con que Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) es la película de la que más intensamente bebe. Y, por extensión, de El corazón de las tinieblas (1902), de Joseph Conrad.

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Esa odisea hasta los infiernos comienza con la búsqueda de un padre ausente y desaparecido, el héroe de todos y un pro-hombre para la raza humana. Roy (Brad Pitt) ha de cargar con esa losa: su padre, Clifford (Tommy Lee Jones), es el hombre a quien todo el mundo admira y venera, el líder de un mundo en decadencia, sumiso y perdido. Cuando Roy descubre que su padre puede seguir con vida y que hay un plan para establecer contacto con él, se lanza sin pensárselo. Su padre es la parte de él mismo que no ha sido capaz de aceptar todavía; de procesar, si se prefiere. Necesita encontrarlo para hacer las paces consigo mismo. Perdonarlo, perdonarse. 

La odisea comienza. Roy cae simbólicamente a los infiernos desde la primera secuencia, resuelta de manera impactante y preciosista. Una tormenta eléctrica asola una enorme antena que, desde la superficie, se eleva hasta el firmamento, a decenas de kilómetros de altura. Ecos de Gravity (Alfonso Cuarón, 2013). Destrucción, heroísmo y caída libre. Roy no pierde la consciencia, y es capaz de abrir su paracaídas a tiempo. Algo está desestabilizando la vida en la Tierra. Unas extrañas tormentas eléctricas ponen el mundo patas arriba.

Roy apenas es capaz de levantarse. Atormentado por el fracaso de su última relación sentimental, se recupera de su caída en la soledad de una habitación de hospital. Los militares reclaman su presencia. Le cuentan que su padre no está muerto, que es posible que viva, y que parece que todos los problemas de la Tierra se deben a él. A algo que ha hecho o ha dejado de hacer. Roy parte a una Luna convertida en una Tierra de segunda, invadida por las mismas multinacionales que han tomado el planeta madre, los mismos problemas, la codicia, los saqueos, los mismos robos y las mismas mentiras.

El ser humano es un virus.

¿Hay vida inteligente? ¿No la hay? ¿Mundos vacíos, o preparados para albergar vida más allá de la Tierra? ¿Condena o bendición? James Gray no parece posicionarse, o sí. Ad Astra rezuma decadencia y nostalgia desde el primer fotograma. La humanidad ha tocado techo (o fondo), apenas hay nada que la mueva, más allá de la exploración espacial. Es el único halo de esperanza. Esa melancolía se filtra a través de cada escena, y creo que es donde se esconde la verdadera grandeza de la película. Eso que me ha removido. Esos monos con los que estaban experimentando y que se han rebelado y han terminado por tomar la nave noruega, esos piratas sobre la superficie de la Luna, esos ejecutivos/militares de SpaceCom que lo único que buscan es protegerse a sí mismos y a sus inversiones, esa astronauta cuya cabeza se hace papilla al estrellarse brutalmente contra la ventana en pleno despegue…

El ser humano es un virus, otra vez.

Roy vuelve a casa con un puñado de planetas bajo el brazo; su padre los ha analizado y no ha encontrado ningún indicio de vida inteligente. Una buena noticia: el ser humano quizá pueda seguir expandiéndose y propagando su decadencia. Quizá haya algunos siglos dorados de crecimiento sin precedentes. Quizá las empresas generen más riqueza que nunca, y esta termine por filtrarse a la población. Quizá.

O quizá no. Roy se ha reencontrado consigo mismo y se ha perdonado. Ha descubierto el verdadero rostro de su padre… y le ha perdonado. Ha mantenido su investigación intacta, la ha preservado y ha legado sus descubrimientos a la humanidad. Él ha cumplido. Se merece un descanso. Ha visto el horror, pero ha regresado para contarlo y vivir esa vida que siempre había temido tener que vivir.

Sorprende que James Gray haya sido capaz de confeccionar una obra de ciencia ficción tan imponente y profunda sin contar con una experiencia previa en el género. Muchos dirán que Ad Astra no es ciencia ficción al uso, que es un drama, el relato intimista de un astronauta. Y tienen razón. Pero ahí están los códigos del género, y mejor representados que en otras muchas obras, a priori, más de género. La base lunar, ese transbordador por el que te cobran 125$ por pedir la mayor de las nimiedades, esas habitaciones repletas de imágenes de animales y sonidos terrestres, ese Marte crepuscular, donde confluyen interminables pasillos y una soledad infinita… Todo encaja. Detalles y más detalles. Una persecución lunar con poca gravedad, con ausencia de sonidos, pero compensados magistralmente por una banda sonora magnética y bucólica. Max Richter y otros al servicio del espacio profundo, y de la profundidad del alma humana.

Y luego está la principal referencia de todas. No es Gravity, ni Interstellar, ni Marte (The Martian, Ridley Scott, 2015), ni High Life (Claire Denis, 2018) ni 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968)… Es, como ya he comentado al comienzo, Apocalypse Now. Un tour de force, esta vez no hasta el corazón de las tinieblas ni de la selva vietnamita ni congoleña, sino del Sistema Solar, de Neptuno. Neptuno: el planeta más intrascendente de nuestro vecindario. Nadie habla de él, es el gran olvidado. Incluso Plutón, ese planeta que ahora no es planeta pero que en su momento lo fue, ha dado pie a más conversaciones. Clifford se encuentra en Neptuno, y no es por azar. El planeta olvidado. El mayor héroe de la raza humana, desterrado, por culpa de ese motín fallido y esa ansia de descubrir que hay vida cuando lo único que prevalece es la muerte. Muerte de la tripulación, muerte de la esperanza… y el principio de los problemas para la Tierra. El núcleo de la nave se ha fusionado. La antimateria no se sabe cómo demonios está allí reaccionando. No importa.

Clifford, la antimateria, la fusión nuclear… Ese es el corazón de las tinieblas del Sistema Solar y de Ad Astra, y Roy es el militar riguroso y que nunca se sorprende, con unas pulsaciones a prueba de bombas, y que tiene motivos personales para llegar hasta el final. Siente fascinación por ese hombre que es su padre, pero del que poco sabe. El horror. Intenta salvarlo a pesar de ser menospreciado y, a la vez, halagado por la sombra de lo que algún día fue. El bien y el mal. No hay vida inteligente más allá de nuestro Sistema Solar: ¿es eso una bendición o una maldición? Nos tenemos a nosotros mismos, como dice Roy, pero la pregunta se mantiene, indeleble: ¿es eso una bendición o una maldición?

Magistral y perturbadora.

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iBoy (2017), de Adam Randall

4 enero, 2018 by Carlos Sibid

iBoy (2017), de Adam Randall

Original de Netflix. Un chaval de un barrio de clase obrera londinense ve cómo su vida da un giro radical cuando, al huir de unos atacantes enmascarados, es alcanzado por un disparo. La bala destroza su teléfono móvil, con el que pretendía pedir auxilio, y, de paso, deposita metralla y componentes electrónicos en su cerebro, confiriéndole en el proceso unas inesperadas y llamativas habilidades.

Dirigida por el casi debutante Adam Randall (Level Up [2016]) y basada en la novela homónima de Kevin Brooks, iBoy se erige como una estimable producción de superhéroes de bajo presupuesto pensada para las nuevas generaciones (ha costado 1,5 millones de dólares, en contraste con los 180 de Thor: Ragnarok [Taika Waititi, 2017] o los 250 que, se dice, ha dilapidado La Liga de la Justicia [Justice League, Zack Snyder y Joss Whedon, 2017]).

Muy en la línea de los héroes de cómic (y sus adaptaciones cinematográficas), Tom (interpretado por Bill Miner, a quien pudo verse hace unos años en X-Men: Primera generación [X-Men: First Class, Matthew Vaughn, 2011]) adquiere sus poderes de una forma un tanto peregrina. Y más allá de lo, a priori, forzado del concepto (fragmentos de móvil alojados en distintas partes del cerebro que permiten a su portador realizar todo tipo de operaciones informáticas y hackeos a distancia), la idea posee cierto atractivo. Más aún: es funcional.

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Los elementos cyberpunk en iBoy, si bien escasos, poseen cierta relevancia. La telefonía móvil se alza con el protagonismo. Aunque, más que móviles en sentido estricto, se trata de dispositivos electrónicos de última generación. Tom, tras sufrir el ataque y despertar de un coma profundo, comienza a percibir una realidad ajena a la suya; la realidad de los datos y la información.

En un principio, se ve desbordado. Su cerebro, maltrecho y abierto a nuevas fronteras, es incapaz de procesar tal cantidad de datos; mucho menos de utilizarlos. Pero no tarda en adaptarse, y lo que empieza discretamente con el envío de algunos mensajes de texto, pronto se desarrolla y se transforma en algo más llamativo (y peligroso).

Uno de los momentos más destacados se produce cuando, en pleno ataque, Tom visiona online vídeos sobre técnicas de lucha (recordando la seminal escena de Matrix [The Matrix, Lilly y Lana Wachowski, 1999] en la que Neo aprende kung-fu en un abrir y cerrar de ojos) mientras, sigilosamente, se aproxima por la espalda a un matón. No solo accede a información acerca de llaves, reducciones, luxaciones, sino al historial clínico de su víctima, detectando algunos de sus puntos débiles y valiéndose de ellos para dejarle fuera de combate.

El problema, sin embargo, es que los original y lo vistoso forman parte de la excepción. El filme se mueve en su mayoría por terrenos demasiado reconocibles y ya transitados. Poca novedad. El tramo final, con un Tom desatado y metido hasta el cuello en un turbio asunto con cabecillas mafiosos de por medio, termina por ir demasiado lejos. El rigor inicial da paso a una sucesión de momentos un tanto confusos y fuera de tono.

No obstante, el planteamiento narrativo resulta estimulante. El late motiv es simple (como todo en el filme) pero efectivo: la venganza. En torno a ella órbita Tom, una especie de loser, geek, introvertido, pero no hasta límites risibles ni poco creíbles; al contrario.

Sin figura paterna a la vista y enamorado de su compañera de clase Lucy (Maisie Williams), es yendo a casa de esta para estudiar juntos cuando se topa con cuatro desconocidos que están violándola y grabándolo todo. Uno de ellos le dispara. Con sus nuevos poderes, y toda vez que se siente carcomido por los remordimientos de haber huido cuando su amiga más lo necesitaba, tratará de identificar a los responsables.

Llegados a ese punto, poco importa que las motivaciones de los responsables sean endebles. La acción se desarrolla en un mal barrio, obrero, en la cosmopolita Londres, donde las bandas callejeras y los matones que aspiran a cabecillas controlan el cotarro. Una lucha de clases un tanto cogida con pinzas, pero funcional y creíble. Los malos no son tan malos, solo tipos que han tenido una vida alienada, sin mucha oportunidad, donde la vía fácil ha resultado ser el crimen. Y hacen méritos para ello.

Tom comienza a cerrar el cerco en torno a ellos, y descubre que los cuatro encapuchados son no solo vecinos, sino compañeros de clase. Los acosa, los pone contra las cuerdas, y decide ir más arriba en el escalafón: a por su jefe. Y después a por el jefe de su jefe, en una escalada en la que la venganza se desdibuja y la cruzada vigilante a lo Charles Bronson en su saga del justiciero de la ciudad se manifiesta como la referencia más cercana, con las salvedades evidentes. Los elementos noir introducen cierto interés, pero no son lo suficientemente novedosos ni poderosos como para elevar el conjunto por el encima de la media.

Por lo demás, la dirección es solvente; los escenarios, escasos, pero opresivos; la química entre la pareja protagonista, adecuada (no tanto entre el resto del elenco; Rory Kinnear interpreta al jefe mafioso, Ellman, con cierta clase, aunque visitando demasiados lugares comunes). Una producción de bajos vuelos, modesta, pero que juega con la baza de la inexistencia de expectativas. Y, como tal, puede terminar por entretener, y, por momentos, captar el interés. Muy para completistas, en cualquier caso.

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Valerian y la ciudad de los mil planetas (2017), de Luc Besson

18 septiembre, 2017 by Carlos Sibid

Valerian y la ciudad de los mil planetas (2017), de Luc Besson

Veinte años después de la muy reivindicable El quinto elemento (The Fifth Element, 1997), bastión del cyberpunk de los noventa y referente de toda una generación, Luc Besson regresa en plena forma a la ciencia ficción futurista con Valerian y la ciudad de los mil planetas (Valerian and the City of a Thousand Planets).

Con un presupuesto cercano a los 180 millones de dólares y bajo la etiqueta de superproducción hollywoodiense (a pesar de haber sido producido de manera independiente por Europa Corp. y un sinfín de pequeñas y medianas productoras), el filme ofrece un espectáculo masivo, recargado y expansivo, muy a rebufo de la estética y el despliegue audiovisual de otros blockbusters recientes como Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars. Episode VII: The Force Awakens, J. J. Abrams, 2015), John Carter (Andrew Stanton, 2012) y, por qué no, Ghost in the Shell: El alma de la máquina (Ghost in the Shell, Rupert Sanders, 2017).

Quizá no sea todo lo redonda que uno habría deseado, ni tenga un argumento tan original como podría esperarse, pero a ciertos niveles, en lo visual, lo estético, los diseños de producción y tantos otros aspectos técnicos, Valerian y la ciudad de los mil planetas ofrece lo que promete: un espectáculo más grande, más ruidoso, más enrevesado, más minucioso… más TODO.

Estructurada en torno a un puñado de macro-escenas que, en sí mismas, funcionan como pequeñas historias y aventuras, el filme de Besson logra elevarse de entre la media de propuestas de su condición por lo cuidado y enfermizo de su minuciosidad, ya sea en la descripción y exhibición de las más futuristas tecnologías, los exóticos parajes o las razas imposibles.

¡Ojo! A partir de este momento, ligeros spoilers…

Desde la secuencia de Gran Mercado (desierto multidimensional con el que se inicia la trama, donde la cámara vuela y disecciona con precisión milimétrica una sociedad y un microcosmos poderoso, estimulante y plagado de guiños), hasta la extravagante arquitectura y el mastodontismo de la gran estación espacial Alpha, aglutinadora de seres, especies, climas y, en definitiva, contrastes imposibles que se dan la mano para ofrecer un preciosista y vanguardista mosaico de irrealidad. Estética pulp en estado puro. E imaginería cyberpunk por doquier.

Con más de dos horas de poderío visual, muy ruidoso y estimulante, e intrincadas y efectistas escenas de acción, uno puede terminar haciendo ciertas concesiones que, en otras circunstancias (leáse, por ejemplo, y para no irse muy lejos, Ghost in the Shell: El alma de la máquina), no se despacharían con tanta ligereza.

Al final, no resulta tan cargante que la química entre los dos protagonistas sea nula o inexistente (flojas interpretaciones de Dane DeHaan y Cara Delevingne), o que el conservadurismo de su relación provoque un cierto distanciamiento de tono, casi paradójico, o que la trama principal, una historia de venganza, simple y previsible, se suceda por los caminos establecidos y con nulo espacio para la sorpresa. Ni siquiera termina de molestar que Clive Owen se paseé de un lado a otro sin ofrecer nunca una verdadera personalidad distinta del puro cliché…

Todos estos elementos, y algunos otros menores, se encuentran presentes y desgranados por aquí y por allá. Sin embargo, dentro del atrevido y preciosista conjunto, diríase que quedan en un segundo plano; palpables, visibles e imborrables (ahí están), pero lejos de la incomodidad o el fastidio.

La falta de trascendencia y la declaración de intenciones inicial (magistral secuencia de apertura, con la evolución espacial de la humanidad reducida a un puñado de minutos y al ritmo de las distintas y absurdas presentaciones protocolarias entre huéspedes, humanos y extraterrestres, y anfitriones; y claro, con banda sonora del gran Bowie) nos sitúan en un plano de disfrute sin prejuicios.

Por lo demás, vestuario atractivo y acorde a la propuesta; banda sonora alegre y vivaz, tutelada por el siempre eficiente (y a veces brillante) Alexandre Desplat; montaje clasicista; y, sorpresa agradable, violencia no edulcorada, con ataques barrocos y grotescos (como el de la fea e informe bestia de Gran Mercado, ante la que poco o nada pueden hacer los protagonistas y el equipo militar en su semi-fallida escapada a bordo de un autocar de combate), y con punzadas de crudeza y mala baba poco frecuentes en superproducciones de esta envergadura (la emboscada final de los androides a cargo del Comandante Arun Filitt, interpretado por Clive Owen; o la batalla espacial que a la postre termina por destruir el mundo de los perales, obligándolos a una forzosa supervivencia).

A un nivel estrictamente cyberpunk, cabe recrearse en la parte humana de la mega-estación espacial Alpha, una decadente arquitectura con sus prostíbulos y pecados andantes, que recuerda por momentos al Marte de Paul Verhoeven en Desafío Total (Total Recall, 1990); o en el mundo multidimensional de Gran Mercado, con enfermizas edificaciones y ese poco descarado tufillo a pulp noir, pero con extraterrestres. Armas futuristas, pilotos de submarinos destartalados y, por lo demás, una elegante integración junto a otros elementos más vistosos y menos amenazantes que los cyberpunk, sin que por ello chirríe el conjunto.

Valerian y la ciudad de los mil planetas en un exceso cinematográfico desde su misma concepción (no olvidemos su título, ¡la ciudad de los mil planetas!). Algunos apuntarán, quizá con parte de razón, que insolvente y con delirios de grandeza. Pero el que escribe estas líneas prefiere emplear adjetivos más benevolentes: exceso, sí, pero gratificante y estimulante.

Pues, a fin de cuentas, eso lo que es: un aparatoso exceso plagado de brillantes recursos, inoperante a nivel de cohesión y profundidad narrativa, pero desbordante en imaginación y recursos. Cada fotograma parece que solo busca una cosa: huir de la pantalla, escapar de los dominios del artefacto cinematográfico y volar, libre de toda constricción, hacia el indómito terreno de los sueños y las fantasías, donde el único límite lo marca la imaginación.

El mercado, no obstante, se ha pronunciado de la forma más rotunda. Apenas 220 millones de dólares de recaudación para una obra cuyas aspiraciones rondaban los 600-700 millones mundiales. No parece probable que volvamos a ver en la gran pantalla las secuelas que Luc Besson ya tenía en mente.

Pero no debería ser esto un varapalo. Al fin y al cabo, Valerian y la ciudad de los mil planetas existe, y hay mucho todavía por desentrañar de esta alocada epopeya futurista. Cuando sea lanzada al mercado doméstico vía blu-ray, no serán pocos los que se dediquen a pausarla fotograma a fotograma con el único objetivo de perderse en lo más profundo de la mente de Luc Besson, y en sus preciosistas traslaciones a la gran pantalla del influyente e inagotable cómic de Pierre Christin y Jean-Claude Mézières.

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Spectral (2016), de Nic Mathieu

6 mayo, 2017 by Carlos Sibid

Spectral (2016), de Nic Mathieu

Spectral supone el debut cinematográfico de Nic Mathieu tras las cámaras. Se trata de una cinta de acción con trasfondo de ciencia ficción que se estrenó directamente a través de la plataforma de vídeo bajo demanda Netflix.

Cabe preguntarse, estando como uno está en una web que dice llamarse Después del cyberpunk: ¿es Espectral cyberpunk o ciencia ficción sin más? No soy partidario de dar a las etiquetas más importante de la que en verdad tienen, pero sí creo haber detectado ciertos elementos narrativos y estilísticos en esta obra como para considerarla, siquiera tangencialmente, como cyberpunk.

Entre ellos, descripciones detalladas y extensas de armamentística futurista, un fuerte componente de militarización y zonas civiles sumidas en el caos, enormes perros-robot y tecnologías de corte futurista, manipulación de la consciencia a través de experimentaciones científicas, mantenimiento con vida de tejidos nerviosos y cerebrales mediante técnicas poco ortodoxas, etc.

Una bonita pléyade de elementos cyberpunk en su forma más pura. Ahora bien, su combinación e integración en el filme dista de ser satisfactoria; o, al menos, todo lo satisfactoria que uno hubiera deseado.

La trama se sitúa en Moldavia. Allí, en mitad de una cruenta guerra civil, una serie de repentinas e inexplicables muertes obliga al máximo responsable militar estadounidense de la zona a solicitar la ayuda del Dr. Clyne (James Badge Dale), un dotado ingeniero gubernamental que, entre otros proyectos, desarrolló unas vanguardistas gafas que los militares emplean en la zona de conflicto, amén de algunos bonitos artilugios para la DARPA.

Una vez sobre el terreno, el Dr. Clyne descubre que lo que está acabando con los militares estadounidenses son una suerte de entes inmateriales, espectros, que no parecen regirse por las mismas leyes físicas que los demás. Son capaces de levitar y atravesar paredes, y no se ven afectados en modo alguno por las balas y los proyectiles de los soldados. La pregunta que el filme trata de responder a partir de ese momento es sencilla y directa: ¿qué demonios son y cuál es su origen?

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Bajo esta premisa, Spectral ofrece un vistoso espectáculo de acción con una fuerte carga bélica y un aroma nada disimulado a serie B. El filme se las apaña para mantener la atención del espectador con sorpresiva dignidad durante los alrededor de 100 minutos que dura. No obstante, la excesiva presencia de clichés, lugares comunes y personajes estereotipados terminan por darle a la película unos acabados algo toscos y una trascendencia más modesta de la que podría haber alcanzado en manos, quizá, más hábiles y juiciosas.

Lo más atractivo probablemente sea la descripción de las numerosas armas y vehículos militares. Haces de luz, proyectiles y bombas a base de hierro, tanques y helicópteros, camiones de asalto… y un robot de combate con forma de perro guardián que (para nuestra decepción) «solo» sirve para cargar a cuestas con un haz de luz enorme que permite poner al descubierto a los infernales seres. A pesar de todo, las escenas de combate se dejan ver con cierto regocijo. Resueltas con solvencia y buen pulso narrativo, son quizá la parte más llamativa de un proyecto, por lo demás, demasiado irregular en su planteamiento y resolución.

El tratamiento de los famosos espectros se antoja desde el comienzo un tanto burdo y carente de imaginación. Como si de zombies/animales se tratasen, sus principales habilidades son las de correr y gritar, dar enormes saltos y poner grotescas caras. Poca o nula trascendencia. Ni siquiera en el tramo final, cuando los protagonistas toman la central energética en la que todo el proyecto se inició, termina por enderezarse el asunto; más bien al contrario…

Llegados a ese punto, descubrimos finalmente que los espectros son (o fueron) humanos, que se experimentó con ellos en vida, y que, de algún inexplicable modo, terminaron transformándose en los entes demoníacos… pero poco más. Ninguna muestra de humanidad tras esa endeble fachada. Ningún atisbo de nada que no sea una constante amenaza asesina que corre y salta de manera inagotable, muy en la línea del universo de los videojuegos y de los filmes de explotación más intrascendentes.

La química y empatía entre los protagonistas es nula. La presencia de Emily Mortimer encarnando a la agente Fran Madison pasa tan desapercibida como la del resto de sus compañeros de reparto. Es más, son finalmente los militares quienes más profundidad y desarrollo narrativo muestran; y eso a pesar de la pobreza de los diálogos, cargados de lugares comunes y frases que hemos escuchado cientos de veces.

Visualmente, el filme posee unos efectos especiales funcionales, sin grandes despliegues ni alardes, así como un sólido diseño de producción. Los decorados no son enteramente cartón piedra; se aprecia en ellos una cierta preocupación y planificación. La banda sonora, al igual que sucede con gran parte del metraje, es un tanto superflua; carece de la garra necesaria como para destacar por encima del entramado narrativo y estilístico.

A pesar de lineal, superficial e intrascendente, Spectral puede dar el pego como una correcta historia de ciencia ficción y acción. Su falta de pretensiones y su ligereza, no obstante, no son suficientes como para mantener a flote un concepto que hace aguas a varios niveles.

El aficionado al género no encontrará nada nuevo ni verdaderamente apasionante en este proyecto (más allá de, quizá, la premisa, que por desgracia pierde interés a medida que la trama avanza); y mucho me temo que tampoco servirá para convencer a aquellos menos habituados a la ciencia ficción. Demasiado predecible e innecesaria; demasiado hueca. Solo para completistas.

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Ghost in the Shell: El alma de la máquina (2017), de Rupert Sanders

23 abril, 2017 by Carlos Sibid

Ghost in the Shell: El alma de la máquina (2017), de Rupert Sanders

Tras años de especulaciones e idas y venidas, el remake hollywoodiense de Ghost in the Shell vio al fin la luz hace apenas unas semanas. El interés por ver hasta qué punto se habían respetado (o no) el trabajo original de Masamune Shirow, los animes de Mamoru Oshii o la estética general de la historia, hizo del evento una cita ineludible para los numerosos fans de la saga diseminados por el mundo. El miedo, no obstante, era directamente proporcional a la expectación, y es que la industria occidental rara vez ha salido bien parada a la hora de adaptar historias y narrativas orientales.

Como cualquier aficionado medio al cyberpunk sabe, Ghost in the Shell (en cualquiera de sus manifestaciones: mangas, animes, series u OVAs) es uno de los pilares fundamentales del género. Se encuentra a la altura de obras seminales como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Akira (Katsuhiro Ōtomo, 1988), Días extraños (Strange Days, Kathryn Bigelow, 1995) o Matrix (The Matrix, Lilly y Lana Wachowski, 1999), por citar solo algunos ejemplos. Y puede no ser fundacional, pero la influencia de su historia y lo nítido, clarividente y desgarrador de sus imágenes la han establecido como un referente ineludible del género.

En la obra cinematográfica que nos ocupa, Mira (Scarlett Johansson) representa a la primera de su especie: un(a) cyborg cuyo único elemento humano se encuentra albergado en su cerebro, el famoso «ghost in th shell»; una mente atrapada dentro una coraza robótica. Poco después de su creación, la Hanka Robotics decide integrarla en la Sección 9, un operativo gubernamental secreto que se encarga de hacer frente a diversas amenazas de corte estatal.

Dentro de la organización, Mira se establece como la Major, una integrante clave del equipo, inteligente, poderosa y letal, toda vez que su organismo cibernético le permite llegar más lejos de lo que cualquier otro soldado es capaz. Ante cualquier daño, solo ha de que someterse a las pertinentes reparaciones de su parte mecánica para volver a estar lista para la acción. Su mente humana, por lo demás, garantiza que sus decisiones posean un halo de creatividad e improvisación del que cualquier otra inteligencia artificial carece, convirtiéndola en una máquina de combate altamente cualificada. No obstante, las dudas en torno a su pasado no dejan de acecharla y atormentarla. ¿Quién es realmente? ¿Por qué la sometieron a aquel experimento? ¿No estaría mejor muerta que en esa suerte de «vida»?

En una maniobra ciertamente arriesgada y cuestionable, Paramount Pictures decidió entregar la dirección de esta superproducción (160 millones de dólares, sin contar los gastos en publicidad y copias) a Rupert Sanderns, responsable de la estimable aunque no especialmente relevante Blancanieves y la leyenda del cazador (Snow White and the Huntsman, 2012).

¡Ojo! A partir de este momento, ligeros spoilers…

Visualmente, el filme de Sanders cumple sobradamente con las expectativas. Me atrevería a apuntar que el diseño de producción es lo más destacado de la cinta; las imágenes de los bajos fondos de la ciudad, el extravagante vestuario de unos y otros, las holografías de las distintas corporaciones y la presencia continua y continuada de spots de los distintos productos y servicios a la venta, etc.

La recreación es riquísima en matices. A decir verdad, me gustaría volver a ver la película solo por perderme en sus escenarios, sus decorados y sus fantásticos y puntillosos detalles. Como alguien ha apuntado, la representación de la ciudad bebe mucho de Blade Runner pero, a diferencia de la obra de Ridley Scott, esta lo hace a plena luz del de día.

Ahora bien, todo lo bueno que Ghost in the Shell: El alma de la máquina (de ahora en adelante, me referiré a ella como Ghost in the Shell a secas; ese «alma de la máquina» no deja de sonarme un tanto artificioso e impostado) posee a un nivel de ambientación y recreación no es suficiente como para desplazar esa constante e incómoda sensación de que las cosas parecen demasiado bonitas y limpias.

Falta, y mucho, ese punto grotesco del cine de Cronenberg u Ōtomo, esa mala leche y visceralidad de Verhoeven, ese espectáculo sucio, decadente e hiperviolento que, en definitiva, caracteriza al cyberpunk. Se echa en falta algo más de «punk». Es por eso que, en la práctica, Ghost in the Shell, salvo en contadas excepciones, parece cartón piedra; irreal. Carece de garra, fuerza, sangre, aceite, olor a muerte, a decadencia, a indecencia… Hay atisbos, intentos, momentos de lucidez visual, pero son en su mayor parte fallidos o incompletos.

Asimismo, a uno la queda la sensación de que no se profundiza verdaderamente en el alcance de las dudas existenciales de la Major Motoko en cuanto a cyborg que es, parte humana y parte máquina. Se plantean ciertas incongruencias, ciertas contradicciones; se apuntan, se delinean, pero no hay una profunda introspección. El villano de la trama, Kuze (Michael Pitt), sufre de las mismas deficiencias narrativas; su trasfondo psicológico no termina de ser satisfactorio. Ambos, Moloko y Kuze, anhelan conocer más sobre su pasado, sobre sus creadores; sin embargo, el filme no resuelve esa búsqueda de manera acorde a las expectativas generadas.

Si la línea argumental se estanca, es precisamente por la escasa capacidad narrativa del filme a la hora de ir más allá de lo borroso y lo superficial. En su lugar, ofrece una lectura endeble y, en su mayor parte, irrelevante. Las ambiciones y motivaciones de Kuze, de hecho, se antojan un tanto maniqueas para lo que la trama exigía. Lejos quedan otras consideraciones y reflexiones en torno al alcance de la humanidad de estos seres, o de su dicotomía en cuanto a entes mitad biológicos, mitad robóticos; un elemento esencial en los mangas y en los animes.

En esta misma línea se mueven los personajes secundarios. Con la excepción de Aramaki (Takeshi Kitano), pareciera que las motivaciones y los rasgos más elementales del resto de participantes en la trama se hubieran obviado en pos de una simplificación narrativa extrema. Esto es Hollywood, dirán algunos… Bueno, es posible que esto sea lo máximo a lo que el Hollywood reciente puede llegar, pero no debemos olvidar que algunas de las grandes obras del género nacieron en el seno de los grandes estudios. Son los que tienen los medios necesarios para montar empresas de la magnitud y el calibre que estas obras requieren.

A pesar de la complejidad de la empresa y de lo irregular del resultado final, Ghost in the Shell posee ciertos elementos reivindicables. Es más, me atrevería a considerarla de obligado visionado para cualquiera que sienta una mínima atracción hacia el cyberpunk y la ciencia ficción en general. Ahora bien, este no es el Ghost in the Shell que pasará la historia; ni el Ghost in the Shell en imagen real con el que todos habíamos soñado. Y quizá esto no sea algo necesariamente malo. Quizá el filme no sea sino la constatación (una más) de lo verdaderamente magistral que es el anime de Mamoru Oshii.

Quizá.

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