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Después del cyberpunk, escrito por Carlos Sibid

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Reseñas

Mi evolución Diamante (2020), de Unari E.S.

21 febrero, 2021 by Carlos Sibid

Mi evolución Diamante (2020), de Unari E.S.

Mi evolución Diamante es una estimable e interesante novela de ciencia ficción con tintes cyberpunk escrita por el debutante Unari E.S. Con ella, su autor deja inequívocas muestras de un estilo aguerrido y brioso, así como una capacidad imaginativa de lo más reivindicable.

A pesar de que la extensión de la novela sea más bien ajustada, se aprecia un notable esfuerzo en la construcción del mundo y en las repercusiones de algunos de los elementos narrativos más relevantes que configuran el relato. El descubrimiento de una exótica sustancia en los confines del Cosmos trae consigo cambios sociales de enorme calado para la humanidad. Los partidos políticos se adhieren a una serie de corrientes filosóficas y de pensamiento y dan lugar a las estirpes, grupos de poder en torno a los que, a partir de ese momento, se organiza la vida civilizada sobre la Tierra. Cada estirpe posee una serie de características propias, metas, visiones del mundo, creencias… La Energía Z, contenida en los diamantes traídos de la exploración espacial, facilita esta transición en tanto que permite un desarrollo interior superior al que hasta ese momento había sido posible. La Era Diamante da comienzo.

El mundo se reorganiza en torno a esta nueva realidad, pero no todo el mundo tiene cabida en el sistema. No tarda en surgir un nuevo grupo, el de los parias; tipos sin voluntad, errantes… o aimless, a secas. A este grupo de la discordia pertenece el protagonista de la historia: Javier Teiga; y es a través de sus ojos de quien asistimos a la distante y tumultuosa vida del siglo XXIV.

Paso a la zona de spoilers, aunque en realidad no voy a reventar la novela de arriba abajo como he hecho en otras ocasiones. Te animo a seguir leyendo y a valorar sobre la marcha si deseas saber más o no.

A partir de este momento, spoilers ligeros…

Unari E.S. se mueve con solvencia entre los bajos fondos de La Coruña (¡bravo por la localización!). Ambientes sórdidos, bandas callejeras y buscavidas pueblan las páginas de Mi evolución Diamante; esa low life que William Gibson, Neal Stephenson y tantos otros popularizaron en sus narraciones durante los ochenta y los noventa. Inadaptados al borde del sistema (aimless, en este caso) luchando por su supervivencia en un mundo corrupto y hostil en el que la vida humana vale poco o nada.

Estos pasajes callejeros le permiten a Unari E.S. lucirse, y a buen seguro que lo aprovecha; se le ve cómodo con los códigos del inframundo. Hay acción, jergas constantes, mala leche y humor negro (muy en la línea de Snow Crash [Neil Stephenson, 1992]); ¿alguien da más?

En contraposición a esta fluidez narrativa en los bajos fondos, el exceso de información se manifiesta como otro de los elementos más destacados de Mi evolución Diamante. Y no es este un problema propiamente dicho; al fin y al cabo, el autor ha creado un universo rico y profundo, y no hace otra cosa que explotarlo. No obstante, al tratarse de una novela corta, ciertos pasajes no terminan de quedar lo suficientemente claros; o se desvían en demasía de su foco principal. Quizá una novela de mayor extensión habría permitido un mejor aprovechamiento de los recursos.

El mundo creado por Unari E.S. da mucho juego, y es posible que Mi evolución Diamante no sea sino una carta de presentación de esa Europa futura que está por venir. Desconozco si existe la ambición de expandir o continuar el universo planteado en la novela, pero tal posibilidad permitiría explorar ciertas líneas argumentales y conceptuales que en esta ocasión, por una simple cuestión de pragmatismo narrativo, no se han terminado de desarrollar hasta sus últimas consecuencias.

Esto, en parte, me recuerda a lo que sucede en Carbono modificado (Altered Carbon, Richard Morgan, 2002). La obra de Morgan desborda de igual manera información por los cuatro costados; es una máquina de detalles, matices y digresiones, pero la extensión de la novela le permiten apuntalar todo ese ímpetu expansivo y creador. Y, si bien por momentos la narración también se vuelve un tanto confusa, Richard Morgan termina por encontrar el camino de vuelta, aunque sea trescientas páginas después de haber planteado la susodicha línea argumental y haberse «olvidado» de ella.

Javier Teiga (también conocido como «Tei»), el protagonista, es un personaje agradecido. En un mundo loco y decadente, no pertenecer a ninguna estirpe le confiere un aire de libertad e individualidad con el que es fácil identificarse. Su mascota, su dron y sus amistades hacen el resto (la colección de personajes secundarios con la que se relaciona es bastante completa, con especial mención a los villanos de turno). Se mueve con alegría y solvencia entre los peores barrios de la ciudad; siempre con un plan, incluso cuando no parece tener ninguno. Sus dilemas metafísicos son pertinentes y creíbles.

Las estirpes en torno a las que se organiza la sociedad son una suerte de versión evolucionada de los partidos políticos y las ideologías de pensamiento. Cabría preguntarse si un puñado de estirpes sería suficiente como para organizar a toda la población mundial. Inevitablemente, ha de haber gente que no se sienta identificada con ninguna; que posea una personalidad más conflictiva, o menos cerrada, si se prefiere: los aimless (me atrevería a decir que este hipotético grupo antiestirpes sería el más numeroso).

Nuestro protagonista lo es, y, como él, muchos otros que pueblan el mundo en un extraño trance, ajenos a la realidad más palpable. Bajo este paraguas, se encuentran los parias, los perturbados, los locos, los raros, los antisistema, pero también los más libres y ambiciosos de pensamiento, aquellos que buscan trascender al sistema y que no se conforman con ser un número, pues es a lo que en última instancia se reduce a la sociedad con el modelo de estirpes.

¿Hay algo de este sistema de estirpes en nuestro mundo? ¿Un germen, quizá? Uno no puede evitar pensar en los partidos políticos, pero también en los equipos de fútbol y sus fans, o en los seguidores acérrimos de un grupo de música… Se trata, al fin y al cabo, de compartir un esquema mental concreto. De ese pensamiento de rebaño que está tan estudiado; el sentirse parte de un todo, la protección que ello conlleva, el sentido vital, la realización personal…

En el caso de las estirpes, es un modelo de pensamiento global, que sirve para registrar y entender la realidad bajo unos mismos presupuestos, y ahí radica probablemente la principal dificultad. Cuesta imaginar que algo así pueda llegar a suceder, máxime con las divergencias de pensamiento que tienden a surgir, sin ir más lejos, entre los propios partidos políticos de una ideología similar. Siempre hay matices, y a todo el mundo le gusta poseer ciertos rasgos de personalidad; sentirse único y especial.

Por lo demás, llama también la atención el optimismo con el que Unari E.S. presenta a los organismos y las instituciones europeas. Uno querría contagiarse de su entusiasmo. En tiempos de Brexit, de atomización y lucha por las vacunas para el COVID-19, de incertidumbre en torno al proyecto europeo, la novela nos sitúa en un futuro lejano en el que Europa ha superado sus diferencias y, de una vez por todas, se ha establecido como un agente unitario relevante y de peso en la esfera económica y política mundial; es una nación-continente en la que los países son regiones, y las regiones de cada país han renunciado a su «identidad» en favor del proyecto europeísta. En el caso de España, esto sí que es ciencia ficción, y además de la dura.

Mi evolución Diamante es, en definitiva, una novela fresca y estimulante. Pese a adolecer de cierta arritmia narrativa puntual, se deja leer con facilidad. Unari E.S. se presenta ante el mundo con esta obra distópica, y diría que lo hace con buena nota. Se aprecia potencial, sobre todo en su capacidad imaginativa y en la fuerza con la que narra. Percibo que disfruta con ello, y que se lo está pasando la mar de bien mientras habla de cómo Tei revienta por completo a su contrincante en una pelea callejera, o de cómo los jueces corruptos tratan de hacerle la vida imposible, y eso no es que sea importante; es fundamental. No deja de resultar paradójico que la principal crítica que pueda hacerle es que su novela sea demasiado ambiciosa para su extensión; demasiado desbordante de detalles y matices. Bendito problema, ¿verdad?

Si queréis ahondar en la figura de Unari E.S., podéis localizarle en su blog, o en sus páginas de Twitter y Facebook.

Por lo demás, por aquí podéis adquirir Mi evolución Diamante en formato eBook, vía Lektu. La editorial es Con Pluma y Píxel.

En lo que a mí respecta, me mantendré al tanto de sus próximos trabajos. Siempre es un placer encontrarse con autores de género hispanohablantes, y máxime cuando tienen algo que aportar.

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Aurora (2015), de Kim Stanley Robinson

12 diciembre, 2020 by Carlos Sibid

Aurora (2015), de Kim Stanley Robinson

Aparte de uno de los discos de drone electrónico más fascinantes de los últimos años (A U R O R A [2014], de Ben Frost), Aurora es también la decimoséptima novela (ahí es nada…) del estadounidense Kim Stanley Robinson, conocido por su premiada y emblemática trilogía sobre la colonización de Marte (Marte rojo [Red Mars, 1992], Marte verde [Green Mars, 1993] y Marte azul [Blue Mars, 1996]), así como por su prosa, eminentemente científica, y desbordante de rigor, precisión y detalles.

Me consta que, dentro de la ciencia ficción, Kim Stanley Robinson no es del agrado de todos, y me sorprende, pues yo soy de los que disfruta, y mucho, con su estilo, frío (tan criticado), y su desbordante imaginación. Dejando al margen la Trilogía de Marte, guardo un muy buen recuerdo de algunas de sus obras, quizá menores, como Icehenge (1984) o 2312 (2012). Si me preguntaran, situaría Aurora entre este cupo de novelas no tan brillantes y memorables. Y habrá quien diga: «ya querrías tú escribir un libro la décima parte de genial que Aurora». Y no le faltaría razón. Pero yo no soy uno de los grandes de la ciencia ficción contemporánea, como sí lo es Kim Stanley Robinson, y es por eso que debemos valorarle de acuerdo a su trayectoria y a sus méritos pasados, que no son pocos ni mundanos.

Dicho lo cual, y volviendo a Aurora, es de justicia reconocer que está lejos de ser una novela olvidable o prescindible. Hay en ella material suficiente como para detenerse y reflexionar cada pocas decenas de páginas. Pues bien, eso es precisamente lo que voy a hacer a lo largo de los próximos párrafos: lanzar pequeños dardos informativos por aquí y por allá, y desmenuzar lo mucho que una obra tan porosa y rica en matices es capaz de dar de sí.

(Pequeño alto en el camino. Hay un vídeo extraordinario que Ediciones Minotauro subió a YouTube con motivo del lanzamiento de la novela en España. En él, el propio Kim Stanley Robinson explica la génesis de su obra y reflexiona sobre algunos de los aspectos técnicos que ha tenido en consideración para sus planteamientos. Muy recomendable e ilustrativo.)

La trama de Aurora gira en torno a la última generación humana de una nave interestelar que, décadas atrás (casi dos siglos), fue lanzada desde la Tierra con el objetivo último de alcanzar el sistema de Tau Ceti y colonizar una de sus lunas, similar a nuestro planeta. Sin embargo, la tripulación tendrá que enfrentarse a numerosos retos, no solo a su llegada al nuevo sistema interplanetario, sino a lo largo del trayecto. Sobrevivir se convertirá en su principal preocupación, y la ciencia, junto a una nave de última generación, se erigirá en una importante aliada manidad. ¿Será la tripulación capaz de alcanzar de una sola pieza su destino? Y, de hacerlo, ¿conseguirá asentarse con éxito en el nuevo mundo?

Esta es la premisa de Aurora. Los asiduos a la ciencia ficción encontrarán numerosos referentes a los que acudir a la hora de valorar y situar la novela de Kim Stanley Robinson dentro del subgénero de los viajes interestelares. Él mismo, de hecho, no es ningún profano en la materia; ya en algunas de sus anteriores obras coqueteaba con los viajes interplanetarios (Icehenge o 2312, sin ir más lejos). En Aurora, no obstante, este es el hilo conductor de la narración; o eso es, al menos, lo que todos imaginamos cuando nos enfrentamos de primeras a su lectura… Y bien está creerlo, pero pronto surgen los matices; ¡ay!, los inevitables matices.

Antes de comenzar con el destripe argumental (requerido y muy necesario en un caso como el que nos ocupa), valga decir que Aurora se lee con suma facilidad y mantiene el interés (renovado cada pocas páginas con giros narrativos y, hasta cierto punto, inesperados); es todo lo que uno espera encontrarse en una obra de Stanley Robinson: especulación con base científica y una nutrida colección de conceptos físicos y cavilaciones filosóficas (unas quizá más acertadas que otras).

Ahora bien, esa marca de la casa se deja ciertos enteros por el camino. No tildaría Aurora de fallida, si bien dista de ser redonda. Es una novela que juega demasiado con las vueltas de tuerca; con las expectativas; con lo insólito (y, no por ende, lo más sorpresivo)… y a veces se quema en el intento, dejándose elementos por el camino. Por momentos, se percibe como una extraña fuga a ninguna parte, y da la sensación de que Stanley Robinson está más interesado en huir de lo previsible (incluso de sí mismo) que en cerrar una historia tantísimas páginas atrás presentada.

Pero vayamos por partes.

Lo prometido es deuda: festival de destripes.

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Pesimismo.

Esta es la idea que con más fuerza resuena a lo largo de Aurora, y así quiero empezar, directo a la yugular; con la parte emocional más que con la racional. De hecho, algo me dice que Kim Stanley Robinson también ha dado un peso mayor de lo que en él es habitual a este aspecto anímico sobre el técnico-científico.

El ser humano no ha nacido para conquistar las estrellas; no está preparado, ni biológica ni psicológicamente. Es la primera y más machacona de las tesis que Robinson plantea. La vida se abre camino aquí, en nuestro mundo, pero también allá afuera, en el vasto e incomprensible Cosmos; y es más habitual de lo que a primera vista pueda parecer. Pero hay un matiz: sí, la vida arraiga con facilidad en su propio mundo, en su hábitat particular, pero no en otros. A la hora de dar el salto a un ecosistema distinto, todo lo que ha favorecido la aparición y consolidación de una determinada forma de vida, se vuelve en su contra, y cada una de estas facilidades se transforma en un impedimento diferente. Esta es una de las ideas más potentes de la novela.

Si empleamos la propia estructura de la obra para analizarla, en Aurora pueden distinguirse hasta cuatro partes con relativa facilidad.

La primera de ellas muestra la travesía de un grupúsculo de personas a bordo de una nave interplanetaria en su marcha hacia la Tierra Prometida, Aurora. Los elementos que Kim Stanley Robinson maneja son los esperables: científicos encargados de controlar cada retazo de vida en la nave, obsesionados con el reciclaje y las normas sociales y organizativas. Distintos biomas organizan y estructuran la vida humana en la nave. Cada uno de ellos representa un clima diferente de la Tierra, con sus características intrínsecas, incluida una flora y una fauna particulares. Todos los tripulantes saben que forman parte de una misión común, compartida, y se pliegan a las necesidades de la nave, su mundo. Generaciones enteras de seres humanos se han visto obligadas a pasar por esto; han nacido, vivido y fallecido en el seno de una nave-mundo. Para todos ellos, nacidos en la nave, no ha habido mucha libertad de elección; sus antepasados han decidido en su lugar (más sobre esto en solo unos párrafos).

En esta primera parte se perfilan los principales personajes. Devi es la ingeniera jefa de la nave; la encargada de velar por su buen funcionamiento. Su trabajo, como pronto constatamos, es una mezcla de inteligencia, rapidez de pensamiento, creatividad y liderazgo espiritual. Cuando la nave falla, el mundo falla. Devi es la profeta tecnológica, la que mejor conoce cómo funcionan los entresijos tecnológicos del navío y a quien todos acuden en busca de soluciones. Su hija Freya, apenas una niña en este momento, se nos presenta como el personaje que ha de sucederla en su cargo. Cuando Devi no esté, ella liderará a la humanidad de la nave-mundo. Pero no empleará la ciencia y la técnica como su madre; no, no es tan lista, ni tan espabilada, ni tan ágil de mente… Lo hará a su manera: a través del conocimiento de las inquietudes de sus iguales, con herramientas psicológicas y sociológicas.

Kim Stanley Robinson reflexiona sobre las consecuencias evolutivas que un viaje interplanetario de estas características podría tener sobre los seres humanos. El ambiente claustrofóbico, el uso intensivo de unos mismos recursos, reciclados hasta la extenuación o la pobre renovación genética humana, provocan una suerte de involución, inevitable. Cada nueva generación es algo menos inteligente que la anterior, un poco más torpe, peor preparada… Freya es la última de un linaje que comenzó décadas atrás. Ella no se siente especial, pero el mundo a su alrededor no hace sino recordárselo. La única manera a través de la que puede erigirse en una líder, es a través del componente social, y bajo la guía y la extrema precisión de la inteligencia artificial de la nave. Toda la perspicacia que Devi poseía, en cierto modo, le ha sido legada a la I.A. De hecho, Stanley Robinson nos muestra a una enferma Devi, sabedora de que sus horas están contadas, a menudo más centrada en enseñar y educar a la nave que a su propia hija Freya. Con el tiempo, el complejo Freya-nave conformará un único ente; el vástago definitivo de la genialidad de Devi, y la última esperanza de los viajeros del espacio.

La segunda parte de la novela describe la llegada a Aurora, la luna habitable de uno de los planetas del sistema de Tau Ceti. Han tenido que pasar casi dos siglos, pero la misión está cerca de su consecución. Los más aventureros son los primeros en abandonar la nave, su mundo, dispuestos a adentrarse en lo desconocido. El plan es sencillo: establecer una base de operaciones sobre la superficie de Aurora y, poco a poco, construir lo que será el principio de la nueva civilización. Podrán acceder a nuevos recursos y seguir empleando los numerosos biomas terrestres con una menor presión poblacional. No será una tarea fácil, pero les permitirá dejar atrás, al fin, la nave-mundo-cárcel y ver su futuro con optimismo.

En este punto, Stanley Robinson decide ejecutar el primero de sus giros argumentales, quizá el más coherente de todos: Aurora no es el paraíso que prometía ser. Al poco de posarse sobre su superficie y comenzar la construcción de los primeros módulos de la base, varios miembros de la tripulación mueren en extrañas circunstancias. La causa no tarda en manifestarse: una especie de virus ha arraigado con fuerza en Aurora y su ventosa atmósfera, letal para los seres humanos. Súbitamente, Aurora deja de ser la Tierra Prometida para convertirse en un infierno (otro más) para la humanidad.

Llegados a esta encrucijada, sorprende la secuencia de acontecimientos que este descubrimiento pone en marcha. Encontrar formas de vida patógenas en un planeta situado a varios años luz de distancia de la Tierra no debiera ser del todo inesperado. Sin embargo, para que la dialéctica del relato de Kim Stanley Robinson funcione, esto termina por provocar un cisma entre los viajeros del espacio. De repente, y para muchos, nada tiene sentido: si en Aurora hay un virus, su colonización es imposible, y las esperanzas que la humanidad había depositado en asentarse en un nuevo mundo se esfuman.

En apenas unos días, cuando los pioneros que habían descendido a la superficie de Aurora deciden regresar a la nave, a salvo del mortífero virus, se produce una catástrofe humanitaria. El resto de la población, que se había quedado a bordo, a la espera del establecimiento del campamento base, les niega la entrada; tienen miedo de que porten, sin saberlo, el virus en su seno. Se producen ataques indiscriminados entre unos y otros, y una pequeña guerra civil termina por estallar y configurar dos bandos perfectamente contrapuestos. El verdadero rostro de la humanidad queda al descubierto, ese que apenas la inocente esperanza de un mañana mejor había mantenido a raya durante los años de peregrinaje. Lo más interesante del relato es que no se establecen juicios éticos ni morales superficiales; no hay buenos ni malos. De hecho, es fácil identificarse con los «otros»; los que no son ni Freya ni los protagonistas, y ese es un punto muy a favor de Robinson.

Cuando la situación se calma, se produce el más fantástico de los giros argumentales: un buen número de los supervivientes decide que la mejor opción es regresar a la Tierra. Así, sin anestesia. Hablamos de personas que se han pasado la vida malviviendo en una nave-mundo, y cuyo único anhelo era alcanzar su destino, un nuevo mundo por colonizar. Tras la fallida experiencia de Aurora, en lugar de probar con otro planeta o seguir hacia su próximo destino (en una estrella cercana), muchos deciden que la mejor opción es regresar a la Tierra en un viaje que ninguno de ellos podrá completar en vida. ¿Tiene sentido algo así? Si llegar a la Tierra fuera posible en vida, podría entenderse. Pero, no siéndolo, ¿quién querría meterse otra vez en la misma maldita nave para regresar al punto de partida, un mundo que no conocen, siglos después de comenzar la travesía?

No parece que sea algo del todo lógico, y Kim Stanley Robinson, conocedor de la situación, se saca un as de la manga y da un vuelco completo a la narración. Otro deux ex machina. Gracias a una novedosa técnica de hibernación, es posible mantener dormidos y congelados a los tripulantes de la nave-mundo hasta que alcancen la Tierra. Lo descubren gracias a las retransmisiones que, desde hace años, llevan recibiendo del Sistema Solar. Al mando de la nave quedaría la I.A., responsable del cuidado de la tripulación hibernada y del mantenimiento de los biomas. Lo verdaderamente conflictivo del asunto es que esta posibilidad no estaba sobre la mesa cuando se votó regresar a la Tierra. De haberlo estado, podría entenderse que muchos se lanzaran a probarla. Los que deciden volver, lo hacen bajo la esperanza de que serán los descendientes de sus descendientes los que algún día, con suerte, llegarán a la Tierra. Probablemente este sea uno de los elementos narrativos más discordantes de Aurora.

No obstante, todo este cúmulo de circunstancias y giros argumentales cumple con su cometido. Le permiten a Kim Stanley Robinson reflexionar, entre otras cosas, sobre la futilidad de los viajes intergeneracionales, o sobre el destino de la humanidad más allá de su lugar de origen; y sobre la vida en general, las normas del Cosmos, el destino, la libertad y la razón. No seré yo el que se ponga en contra de todos estos altos y nobles conceptos. Sin embargo, el precio a pagar es una novela que se desarrolla a trompicones, con personajes y motivaciones a menudo forzados, y situaciones que, en más de una ocasión, se resuelven de forma inesperada o abrupta. No me parece un problema grave, ni siquiera irresoluble, pero sí impide que la novela alcance un grado de dignidad y sobriedad irrefutables.

Las tesis de Robinson quedan claras. El pesimismo en torno a la humanidad y la vida más allá de la Tierra es perceptible y palpable desde las primeras páginas. Es un mensaje interesante y, en cierto modo, disonante respecto al generalizado en la ciencia ficción, más proclive a un optimismo desmedido e irracional.

La cuarta parte de Aurora se corresponde con la llegada a la Tierra de parte de los tripulantes que decidieron regresar en la nave-mundo (hubo otros, dicho sea, que optaron por quedarse en los alrededores de Aurora, con una parte de la nave a su disposición, y con el objetivo de seguir intentando la colonización; nada volvemos a saber de ellos). Tras el protagonismo de la inteligencia artificial en el viaje de regreso, con algunos de los pasajes más inspirados de la novela, llega la melancolía; el desenlace.

La Tierra no es ese lugar que todos se habían imaginado, idealizado. Ha habido progreso, parece que el mundo vive en una extraña y forzada armonía, pero no hay una alegría generalizada; no hay motivos para la celebración. A Freya y a los suyos les cuesta entender la vida sobre la Tierra; las naciones, sus gentes, las luchas de poder. El nivel del mar, la sociedad; todo está conectado. Sienten vértigos y náuseas de un mundo que no terminan de comprender. Su auténtico planeta es la nave-mundo; es donde nacieron y se criaron, y donde sus padres lo hicieron antes que ellos. Lo único que comprenden. La Tierra firme, pese a ser el origen de la vida humana, se manifiesta como un elemento ajeno a su concepción vital.

Así, el único lugar en el que Freya será capaz de encontrar un pequeño alivio es en el mar, en ese punto intermedio entre el espacio y la tierra. Solo sobre las aguas, a merced de las mareas y las olas, de los planetas y la gravedad, logrará encontrar un punto de anclaje con la Tierra. Quizá sea la parte más redonda de la novela, si bien ha habido que realizar varios triples mortales para llegar hasta aquí.

Esta es una de las sensaciones que a uno le quedan después de las miles de palabras que conforman la novela: muchas idas y venidas, innumerables giros argumentales (algunos forzados) y, en definitiva, un camino pedregoso e irregular para llegar a un destino que nadie podría imaginarse al poner sus manos sobre los primeros capítulos. En realidad, quizá este sea uno de los méritos de Aurora: la constante sorpresa, la perenne sensación de novedad. Yo mismo estoy hablando de ello, y de manera elogiosa, ¿no es así? Pero cuando se lee a alguien tan preciso y minucioso con todo lo que tiene que ver con la ciencia, uno espera el mismo tipo de mimo hacia la estructura narrativa.

La I.A. de la nave desempeña un papel fundamental, no solo en la trama, sino en los mismos procesos narrativos. A través de la evolución y el aprendizaje de la I.A., la narración va tomando forma, perfeccionándose. Puede que sea un truco algo tosco, pero se entiende lo que llevó a Kim Stanley Robinson a plantear un escenario así. Una vez que la escala de tiempo humana es superada, solo queda contar con narradores individuales en cada temporalidad. Bueno, hay otra alternativa: ¿por qué no valerse de una forma de vida que pueda vivir cientos, miles de años? Es el narrador lógico para una aventura que abarca siglos de existencia. E, inevitablemente, la I.A. se muestra en última instancia demasiado humana, contagiada por ese virus que es la humanidad en su conjunto, por mucho que Stanley Robinson busque dotarla de una frialdad que, por momentos, se antoja impostada.

Una última y prometida reflexión: la libertad y la elección. La novela se posiciona en contra del viaje interestelar, al menos tal y como lo concebimos con la tecnología que, se espera, la raza humana pueda poseer en las décadas venideras. Son viajes que no parece que puedan durar menos de varios decenios (siglos, incluso). Arcas de Noé que son lanzadas a las profundidades del Cosmos con la esperanza de que sean la semilla de un nuevo mundo. Ningún ser humano puede soportar por sí mismo tanto tiempo, pero sí una raza; la humanidad entendida como conjunto de seres humanos. Los hijos de los hijos de los hijos de los que se enrolen en tal misión puede que lo terminen logrando, pero nadie les ha preguntado a esas generaciones si esa es la vida que desean. A decir verdad, nadie le ha preguntado nunca a nadie si desea nacer o no (que sepamos). Sin embargo, nacer en una nave espacial con un destino prefijado limita sobremanera las posibilidades de uno, mucho más que hacerlo en cualquier otro lugar del mundo. O no (que se lo pregunten a los nacidos en las zonas más deprimidas del planeta, o en los siglos más oscuros de la historia humana…).

Contra todo esto se rebelan Stanley Robinson y muchos de sus personajes. Ninguno de los que llegan a Aurora forma parte de los tripulantes que en origen se lanzaron a las estrellas. Son los descendientes, obligados por sus ancestros a cumplir con el plan de la raza humana. Pero el ser humano es egoísta por naturaleza, y es incapaz de pensar a siglos vista; el corto plazo siempre todo lo nubla. No está carente de ironía el hecho de que todos los que se sienten defraudados por sus ascendentes, al haber decidido por ellos, terminan por cometer el mismo pecado: deciden que han de regresar a la Tierra. No se les puede culpar; al fin y al cabo, no es lo mismo lanzarse a una aventura de tales características desde la Tierra, que hacerlo desde los confines del espacio, más lejos de lo que nunca nadie ha llegado hasta ese momento, y con la alternativa de una más que probable muerte esperándoles al otro lado…

A Kim Stanley Robinson no se le puede negar una sana ambición en su planteamiento. Una vez finalizada, si uno echa la vista atrás y piensa sobre Aurora, no puede sino maravillarse. El alcance y la escala de la novela son mastodónticos. La narración avanza a buen ritmo, los personajes poseen cierto atractivo, especialmente Freya (tan frágil y delicada en su evolución) y la I.A. de la nave. Hay muchas pistas falsas, ecos de otras obras, giros extremos de guión, y una reflexión lúcida y pertinente. Pesimista, sí, pero clarividente y madura. No será la obra más recordada del escritor estadounidense, pero sí creo que es una buena adición para cualquier aficionado al género. Y posee el suficiente interés como para también atraer a los menos fanáticos.

En lo que a quien escribe estas palabras respecta, seguiré leyendo sus próximas novelas con el mismo entusiasmo de siempre. Rara vez me dejan indiferente. Y diré aún más: tenía pensado escribir una reseña de unas 1.000 palabras, y constato, con cierta perplejidad, que he sobrepasado las 3.500…

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Snow Crash (1992), de Neal Stephenson

27 julio, 2020 by Carlos Sibid

Snow Crash (1992), de Neil Stephenson

Junto a La era del diamante (The Diamond Age, 1995) y Criptonomicón (Cryptonomicon, 1999), Snow Crash es una de las obras más recordadas y celebradas de Neal Stephenson (dicho lo cual, estoy ansioso por echarle el guante a Seveneves [2015]).

Premonitoria y seminal, influyente, ambiciosa y de un alcance prácticamente inabarcable, Snow Crash fue capaz por sí sola de redefinir el cyberpunk de los años noventa, ampliar sus límites y, de paso, zarandear al lector con un estilo ágil, directo y lleno de humor y mala baba.

Hiro Protagonist se gana la vida repartiendo pizzas para la Mafia en el mundo real, pero es también un genial hacker con una nada disimulada afición por las catanas. Cuando no está trabajando, se conecta al Metaverso (como muchos otros), un universo virtual al que la gente accede desde su terminal móvil para desconectar de la realidad. Por su parte, T.A. es una korreo adolescente y adicta al riesgo. Reparte paquetes sobre su monopatín futurista para la compañía RadiKS. Con la ayuda de su arpón, es capaz de adherirse a cualquier vehículo con el que se cruza, lo que le permite sortear el tráfico y llegar en tiempo récord a su destino. Ambos unirán sus fuerzas para descubrir qué hay detrás del Snow Crash, una nueva y enigmática sustancia que está dejando tras de sí un reguero de cadáveres, tanto en el mundo real como en el Metaverso. Pero, ¿qué es exactamente: un virus, una droga? ¿Y de dónde ha salido?

Esta es la premisa de Snow Crash, pero merece la pena hacer un par de apuntes. Primero: sí, Hiro se apellida Protagonist, y es también el protagonista de la novela (y el héroe, claro; doble redundancia). Segundo: he leído la traducción al español editada por Gigamesh; y desde aquí quiero felicitar públicamente a su traductor, Juanma Barranquero, pues entiendo que no es tarea fácil enfrentarse a una novela tan llena de tecnicismos y palabras sacadas de la manga (korreo, Fedlandia, barclave, goglo, etc.). La inventiva de Stephenson en este sentido no tiene límites. Tercero: sí, la Mafia regenta la franquicia más importante de pizzas de los EE.UU. Uno de sus leitmotivs es que si los pedidos no se entregan en treinta minutos, las pizzas le salen gratis al consumidor, y el mismísimo y todopoderoso dueño, Tío Enzo, ha de pedir disculpas en persona por los inconvenientes causados. Todos se aseguran de que esto nunca pase, aunque solo sea por no tener que molestar al temido Tío Enzo. Existen, de hecho, universidades de reparto de pizzas, en las que se estudia el oficio y el arte de las pizzas y sus entregas…

Esto es Snow Crash…

Digresión 1. Voy a hacer en esta reseña lo mismo que Stephenson hace en la novela: irme momentáneamente por las ramas para hacer breves comentarios sobre aspectos llamativos del argumento. Repartidores y korreos. Así se abren los dos primeros capítulos de Snow Crash, describiendo los trabajos de sus dos protagonistas. Tres décadas de diferencia entre el mañana que Stephenson imaginó en 1992 y el hoy, post-pandemia global, la vigencia es cuasi-total. Los servicios de mensajería del presente, copados por multinacionales como FedEx, UPS o Amazon, cuentan entre sus filas además con numerosos mensajeros autónomos para trasladar las mercancías (más cuantiosas a medida que aumentan las clases medias y el progreso humano) por una mísera paga.

¿Futuro, pasado, presente?

Snow Crash es un complejo batiburrillo de ideas (algunas más brillantes que otras), y Stephenson es una suerte de renacentista del cyberpunk, capaz de aunar la corriente más ortodoxa de Gibson (low life, implantes informáticos, corporaciones…) con la exploración de los límites de la informática y la presentación de sus heraldos, los hackers, como los héroes (y villanos) de la función. Un futuro distópico en el que la ciudad ha quedado atomizada, y cientos de pequeñas ciudades-estados o barclaves se extienden por doquier, a modo de Reinos de Taifas, rodeados por franquicias e interminables kilómetros de luces de neón. Snow Crash es cyberpunk hasta la médula; está en su ADN. Y Neal Stephenson es uno de sus Mesías.

Antes de entrar a desgranar en profundidad la novela en la parte de spoilers severos, vaya por delante que la densidad del relato es elevada, el estilo es directo y seco, la trama posee digresiones importantes (¿a alguien más le ha venido a la mente Carbono modificado [Altered Carbon, Richard Morgan, 2002]?) y los personajes no son la cúspide de la empatía. Entonces, ¿por qué me parece una obra maestra? Bueno, ya he dado algunas pinceladas, pero a continuación van otras tantas…

A partir de este momento, spoilers severos…

El gran triunfo de Snow Crash es la creación del Metaverso, un vasto universo virtual al que la gente accede para llevar una segunda vida diferente a la real, la mayoría movidos por el aspecto lúdico del asunto. Pero, como con todo, también se pueden hacer negocios en ese otro mundo, e incluso morir… La novela se publicó en 1992. Da vértigo pensar lo adelantado a su tiempo que Stephenson estuvo y lo detallista que resultó su descripción de ese mundo. No se limitó únicamente a conceptualizarlo; profundizó en él, se sumergió, creó normas, pensó en las manías de la gente que lo usaba, en los problemas cotidianos de su manejo, etc. Se enfangó hasta el cuello para desarrollar y dotar de coherencia algo que, por lo demás, podría haber sido del todo etéreo y distante. Snow Crash probablemente posea muchas otras virtudes y defectos, pero la mera introducción del Metaverso es ya motivo suficiente como para situar la novela a la misma altura que otras obras de referencia del género. El germen de Matrix (The Matrix, hermanas Wachowski, 1999), Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak, 1999) o eXistenZ (David Cronenberg, 1999) está aquí, a la vista de todos.

A nivel narrativo, el peso de la novela recae sobre Hiro y T.A. De hecho, los capítulos están narrados desde el punto de vista de cada uno de ellos, según sea el caso. Uno de los rasgos más reseñables de Hiro es su adhesión a ese arquetipo de antihéroe clásico. Es uno de los creadores del Metaverso, uno de los mejores hackers del mundo, el mejor espadachín de la realidad y el Metaverso, y, sin embargo, tiene problemas para llegar a fin de mes (lo que le obliga a compartir piso con un tipo de lo más peculiar: Vitaly Chernobyl, líder de la banda musical Vitaly Chernobyl y los Desastres Nucleares). Hiro podría trabajar para cualquier corporación por un sueldo astronómico, pero no es ese su estilo. Prefiere ir por libre. De ascendencia asiática, Stephenson remarca en múltiples ocasiones la condición racial de Hiro, a quien a menudo unos y otros se refieren como una mezcla de japonés y negro.

Mientras Hiro encarna al típico antihéroe todopoderoso, inteligente y, prácticamente, indestructible, T.A. muestra una perspectiva más frágil y realista. Vive junto a su madre, una agente federal (luego entraremos en el tema de los Feds), y se gana la vida repartiendo paquetes sin que su madre lo sepa. Una forma como cualquier otra de matar el tiempo, ganarse un dinero y sobrellevar su adicción al riesgo. Con una tecnología futurista y puntera (casco y traje anti caídas, monopatín con intelirruedas, arpón magnético…), T.A. es el elemento más dinámico y volátil de la ecuación. Es anárquica y se mueve llevada por impulsos, lo que sin duda ayuda a dotar a la novela de ese ritmo tan frenético. Es el contrapunto a la densidad de Hiro, sobre todo cuando este se pone reflexivo y se encierra en su biblioteca virtual.

Respecto a los villanos, el abanico de personajes es delirante; hay para dar y tomar. Copan la pirámide Bob Rife y Cuervo. El primero, un magnate de las telecomunicaciones podrido de dinero, dueño de la banda ancha y obsesionado por la cultura sumeria y un extraño poder que cree haber desentrañado en unos mecanismos de aprendizaje y lenguaje ya extintos. El segundo, la mano derecha de Rife, un aleutiano gigante y con unas cualidades físicas y mentales fuera de lo común. Se pasea por la ciudad con una bomba nuclear en el sidecar de su moto. Creo que esta es una de las cosas más cyberpunk que he leído nunca. De hecho, tuve que releer el párrafo de nuevo para asegurarme de que lo había entendido bien. Y sí, así era… Me quité simbólicamente el sombrero. A sus pies, Stephenson. ¡Bravo!

Mucho podría escribirse sobre ambos villanos, y sobre tantos otros secundarios que se dejan caer a lo largo de la novela, incluidos un presidente de los EE.UU. marioneta, capos de la Mafia, líderes de bandas tribales… Es Cuervo, sin embargo, el más memorable de todos. Destila cierto desdén y superioridad, no ya solo entre los villanos, sino entre todos los personajes de la novela. A medida que conocemos más sobre su pasado, sobre su tragedia personal, más estamos de su lado. Y su extraña relación con T.A. no hace sino acrecentar este extraño magnetismo hacia su figura.

El contexto económico de Snow Crash se manifiesta a través de la extraña cultura de las franquicias en la que se ha transformado el mundo (al menos, los EE.UU). Hay un cierto aroma a post-capitalismo en ello, como si los estados hubieran perdido su poder unitario en favor de las corporaciones, las únicas que pueden permitirse una influencia real y efectiva a lo largo y ancho de los miles de kilómetros cuadrados que antes componían los EE.UU. Hay, pese a todo, anarquía dentro de esta estructura organizativa. Incluso los servicios de seguridad y el ejército se han privatizado, y son diferentes empresas las que compiten entre sí por la seguridad. La religión también ha caído bajo el influjo del capital, con franquicias religiosas diseminadas entre las llamativas luces de neón de los innumerables barclaves.

Un liberalismo extremo en el que estructuras nacionales como la de los federales (Feds) han perdido su razón de ser; han muerto a consecuencia de una extrema burocratización que impide que puedan realizar tareas productivas. El capítulo centrado en la madre de T.A., que trabaja como Fed, bordea lo terrorífico (por lo perfectamente posible, al menos a nivel tecnológico, que sería llevar a cabo el tipo de control tan disparatado que se describe) y lo satírico. Se controla cuánto uno ha de tardar en leer un texto, cómo hay que proceder si se tarda más (o si se tarda menos), a qué hora exacta llega cada uno, hacia dónde dirigen su mirada por el monitor, etc. Una paranoia heredera de las peores pesadillas de George Orwell o Aldous Haxley.

El núcleo argumental de Snow Crash gira en torno a una droga/virus emergente que se ceba con los hackers. El concepto es retorcido y poco intuitivo. Es, a fin de cuentas, una de las cartas que Stephenson se guarda en la manga hasta bien avanzada la trama. La explicación conceptual del Snow Crash abarca incontables páginas, y le permite a Stephenson profundizar en el origen de la cultura occidental a través de una revaluación de la civilización sumeria y, de paso, de todas las sociedades antiguas que terminaron por moldear nuestra base de creencias. 

Digresión 2. Salvando las distancias, me pareció una estratagema similar a la que algunos años después catapultaría a Dan Brown y su obra, El código Da Vinci (The Da Vinci Code, 2003), al primer puesto de las listas de los libros más vendidos. Acudiendo a las fuentes y a los orígenes mitológicos, en ambos casos se busca dar con momentos históricos claves que definieron las principales corrientes de pensamiento, y que dejaron soterradas otras vías, a priori, tan válidas o relevantes como las oficiales.

Stephenson se explaya a gusto. De primeras, resulta chocante combinar la lingüística con el cyberpunk, pero en realidad no puede tener más sentido, sobre todo si, como hacen los hackers, se reduce el nuevo Metaverso a unos y ceros; o, lo que es lo mismo, a un nuevo lenguaje.

La idea de un virus cerebral resulta atractiva. Y más aún: de un virus cerebral que puede ser usado con fines muy concretos. La información como virus. Lo que sabemos, nuestras creencias, no son sino una especie de virus que se transmite a través de las palabras y los textos, de generación en generación.

La prosa de Stephenson destila muchas cosas, y nunca está carente de imaginación. El uso del presente dota a la novela de un ritmo cinematográfico, agresivo, muy de cómic; y de un constante sentido de urgencia. Precisamente por ello, a menudo los acontecimientos se aglutinan y se resuelven de manera un tanto precipitada. Quizá sea esto lo que suceda al final de la historia. Demasiados frentes abiertos, demasiados conflictos a medias. Todo se cierra, pero un tanto caóticamente. No puede negarse que, al menos, es coherente con el estilo de la novela. Porque eso es Snow Crash desde la primera página: aparatosos fuegos artificiales, para bien y para mal. En la opinión de quien escribe estas palabras, más para bien que para mal.

Digresión 3. No quería terminar esta reseña sin hablar de las Criaturas Rata, pues me parecen uno de los grandes descubrimientos. Cyborgs que, cuales Robocops, combinan una parte animal y otra mecánica. El resultado: unas cruentas máquinas de matar, empleadas como elementos de seguridad por muchas de las franquicias y barclaves descritos en la novela. Son tan rápidas que se especula con cuál es su forma real. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que descuartizan a sus enemigos, invasores. El relato nos permite adentrarnos en sus cabecitas (y descubrir que están dirigidas por las mentes de inocentes perros, que todavía piensan en términos de “manada”, amigos o enemigos, y que desconocen que en realidad ya no son perros…) y en la de su creador, Ng, un tipo que en lugar de silla de ruedas prefiere ir en una furgoneta biónica que él mismo controla, a salvo, desde un palacete en el Metaverso. Su cuerpo, una masa informe dentro de una bulba rodeada de cables, como si de un gusano de seda en proceso de transformación se tratara, es capaz de controlar remotamente el vehículo y todos sus componentes. Las contadas apariciones de las Criaturas Rata se encuentran entre las más estimulantes y sanguinarias de la novela.

Desde luego, Snow Crash no es una obra fácil de digerir. Es extraordinariamente nicho y dura, y no tanto por su violencia como por lo retorcido de su trama y lo áspero de su estilo. Las líneas argumentales se suceden y se entrecruzan de manera un tanto errática. El contrapunto lo ponen unos agradables toques de humor negro, mucha sátira, instantes absolutamente disparatados y una acción espectacular. Por lo demás, uno no puede leerla sin más; hay que sumergirse en ella. Y contextualizarla. Al igual que sucede con Neuromante (Neuromancer, 1984), de William Gibson, es una de las obras que esbozó lo que estaba por venir. No debe leerse con los ojos de hoy en día, pues casi todo suena a ya visto, pero en aquel momento, año 1992, aquello era el futuro, literal y figuradamente.

Snow Crash es uno de los principales motivos por los que Neal Stephenson posee ese aura de visionario dentro del género. Todavía hoy en día conserva la fuerza de antaño. Un tour de force, un directo a la mandíbula… y un auténtico monumento al cyberpunk.

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The Peripheral (2014), de William Gibson

14 junio, 2020 by Carlos Sibid

The Peripheral (2014), de William Gibson

Leer a William Gibson siempre ha tenido algo de placer y de tortura, y The Peripheral no es ninguna excepción en este sentido. Undécima novela del escritor norteamericano (duodécima si tenemos en cuenta la colección de relatos Quemando cromo [Burning Chrome, 1986]) y la vuelta después de más de una década al terreno de la ciencia ficción especulativa, toda vez que País de espías (Spook Country, 2007) o Historia Cero (Zero History, 2010) funcionaban más como thrillers ambientados a la vuelta de la esquina que como obras de ciencia ficción al uso. Y, dato curioso este: The Peripheral es la novela más extensa de Gibson hasta la fecha.

Reconozco que no terminé de engancharme completamente hasta aproximadamente la página 80. Suceden cosas desde la primera página; demasiadas, de hecho. Algunas más o menos comprensibles, tangibles; otras, difusas y herméticas. Verse sometido a una avalancha de nombres y personajes tampoco ayuda a empatizar con la narración. Pero es Gibson en estado puro, y la mente lo sabe, lo acepta, y uno concede que lo mareen. A fin de cuentas, sabíamos a lo que veníamos. Estamos ante uno de los maestros fundadores del cyberpunk. Hemos leído Neuromante (Neuromancer, 1984), Mona Lisa acelerada (Mona Lisa Overdrive, 1988) y sus obras más icónicas. De hecho (y, mientras escribo estas líneas, siento que no debo terminar la frase), es en cierto modo lo que buscamos cuando nos enfrentamos a uno de sus relatos: sentirnos perdidos e indefensos; con la imperiosa necesidad de saber más, buceando en las extrañas emociones de personajes que nos son tan ajenos como el ciberespacio podía serlo para aquel lector virgen que a mediados de los años ochenta leyó Neuromante por primera vez. Hay algo primigenio en la prosa de Gibson; en ese gusto por lo atípico, en ese constante enrevesamiento de los acontecimientos.

Pero Gibson es humano, y, a pesar de todo, piensa en nuestra salud mental. Al fin y al cabo, somos nosotros, su legión de lectores, los que seguimos acudiendo a sus obras como si de nuestra particular droga mental se tratase. Y nos da ciertas facilidades, como estructurar la novela en mini-capítulos de apenas 2-3 páginas (GRACIAS). Esto facilita enormemente la lectura. Puede que no te estés enterando de la mitad de lo que lees, pero no dejan de ser un puñado de páginas. Sabes que si superas ese escollo, llegarás al próximo capítulo, con la esperanza de que entonces comprenderás mejor todo lo que ha estado sucediendo. Y ese momento termina por llegar, lo prometo.

La densidad de la novela es extraordinariamente pesada al comienzo: te sueltan en medio de todo el entramado y hay que arreglárselas para no perderse, para capturar toda la información posible y dar forma al argumento. Y no es fácil. Los personajes muestran sus emociones, pero solo hasta cierto punto. Gibson es un narrador extraordinario de hechos fríos y distantes; cuesta comprender las acciones de las almas atormentadas que deambulan por sus textos, si bien cabe decir que es pretendido. No hay falla ni error por su parte. Esta frialdad narrativa es una parte indistinguible de su estilo. Y más aún: es lo que los lectores buscamos cuando acudimos a sus obras. Hay algo de adicción en ello; como sentirse parte de un juego; una suerte de gamificación, ese otro palabro que está ahora tan de moda… Un juego retorcido entre Gibson y el lector, donde la narrativa tramposa, las docenas de personajes y las confusas subtramas se van dando progresivamente la mano.

Estoy seguro de que más de uno habrá abandonado la lectura en alguna de las cien primeras páginas, y puedo llegar a entenderlo. Pero superada esa barrera, la recompensa merece la pena. La narración se normaliza. Sigue habiendo sorpresas y momentos de desconexión con la realidad (literal y figuradamente), pero el hilo narrativo ya está expuesto, con un buen número de cartas boca arriba y sobre la mesa. Los cables y los circuitos internos del engranaje gibsoniano están a la vista, y pese a retorcidos y chamuscados, permiten un goce efectivo de las aventuras y desventuras de los personajes que lo pueblan, en su mayoría perdedores, semi-delincuentes y gente de mal vivir, fantasmas del sistema…

The Peripheral es un dardo envenenado directo al cerebro, rebosante de giros, perversiones y momentos de extraña… ¿belleza?

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Quizá lo más interesante de The Peripheral sea la propia premisa, tan desconcertante como atractiva. Hay dos líneas temporales. Una, un futuro cercano, en la América profunda, dentro de 20-40 años. Otra, un futuro algo menos cercano, pero no completamente lejano, en el Londres de dentro de 80-100 años (no quedan del todo claras las referencias temporales, pero no es algo que sea completamente relevante). Entre medias, algo ha sucedido: el famoso jackpot. Hay pistas por aquí y por allá, pero no se especifica del todo. Se nos indica que fue algo grave y que cambió para siempre el devenir de la humanidad, por lo que la historia de la raza humana puede dividirse entre antes del jackpot y después del mismo. Se habla del cambio climático, de cómo una cosa llevó a la otra, y de cómo, una vez el peligro había quedado ya definitivamente a la vista de todos, era ya demasiado tarde como para evitarlo. Una gran parte de la población mundial pereció en el proceso.

La primera línea temporal se desarrolla en el mundo previo a este famoso jackpot; la segunda, después. No hace falta saber más. Por algún malabar científico-tecnológico en el que tampoco se entra demasiado, desde la segunda línea temporal, y a través de unos servidores chinos (según se cree), uno puede acceder al mundo de dentro de 20-40 años e intervenir en su desarrollo. Ah, pero no se está jugando con el pasado ni aquello tiene consecuencias en el futuro. El pasado y el futuro se desligan desde el preciso instante en el que entran en contacto; ambas líneas temporales siguen cada una su camino, hasta cierto punto, independientes la una de la otra, pero con inevitables reminiscencias. Y hay más: una vez conectadas ambas líneas temporales, el tiempo se sucede a la misma velocidad en ambos mundos; una hora aquí es una hora allí. No se puede viajar de una línea a la otra, pero sí se puede intercambiar información; la comunicación es, por tanto, posible. Este es el tapete sobre el que se desarrolla la trama de espionaje, contraespionaje, asesinos misteriosos, conspiraciones, sobornos, impresiones de tecnología futurista y todos los demás elementos del gran Gibson.

El mundo posterior al jackpot es un mundo vacío, poblado por las clases más pudientes (son los únicos que sobrevivieron al desastre), en una suerte de oligarquía y clanes tribales futuristas. Es la realidad de Wilf Netherton, una especie de publicista que no siente demasiado apego por su sociedad, rebosante de apariencias, pero alarmantemente vacía, y que dedica sus esfuerzos a emborracharse y practicar sexo con sus clientes. Entre sus amistades, se encuentran algunos influyentes individuos, entre los que destaca Lev, un millonario que le pide ayuda con uno de sus muñones (extraordinario concepto para referirse a esa otra línea temporal a la que, desde el Londres futurista, tienen súbitamente acceso).

A través del muñón, Netherton, Lev, Ossian y Ash son capaces de intercambiar información con el mundo de Flynne, una joven aficionada a los videojuegos que, junto a sus dos hermanos y su enferma madre, sobrevive en un pueblo interior de los EE.UU. pre-jackpot. Se trata de una zona especialmente deprimida, en la que la gente se dedica a lo que buenamente puede con tal de salir adelante. La policía local está corrupta y bajo el control del cacique del pueblo. En este contexto, Flynne se hace cargo del curro de uno de sus hermanos, que consiste, según ella piensa, en vigilar a una persona en lo que parece una versión beta de un moderno videojuego. Lo que ella no sabe es que no es un videojuego, sino el Londres futurista post-jackpot, y lo que presencia en primera persona es precisamente lo que pone en marcha la trama: el asesinato de una joven a manos de un hombre con una extraña tecnología. Desde este momento, ambas líneas temporales confluyen definitivamente y comienzan a interrelacionarse con imprevisibles consecuencias, al tiempo que Flynne se convierte en el blanco de una misteriosa fuerza antagonista.

Argumentalmente, se perciben ecos de tantísimas obras como rica es la ciencia ficción contemporánea. De hecho, uno podría decir con cierto tino que Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak,1999) está muy presente, o Matrix (The Matrix, Lana y Lilly Wachowski, 1999), o, incluso, algo más reciente como Carbono modificado (Altered Carbon, Richard Morgan, 2002), y que Gibson se inspira en ellas. Pero este ejercicio se convierte en algo fútil cuando uno se encuentra ante William Gibson, el tipo que imaginó él solito gran parte de lo que el cyberpunk sería con sus obras seminales de los años ochenta, y que luego influyó a tantos escritores y cineastas posteriores, y que además escribió el guión de Johnny Mnemonic (Robert Longo, 1995), etc. Es la pescadilla que se muerde la cola, y es un poco lo que The Peripheral es, tanto como obra de ficción en sí misma, como en cuanto a producto de entretenimiento: las dos líneas temporales descritas se retroalimentan mútuamente, de la misma forma que The Peripheral es resultado de su autor, y de las influencias que el autor creó en otros. ¿Retorcido?

En la obra, los personajes se mueven principalmente por ambición, curiosidad, entretenimiento o supervivencia. La ambición y el entretenimiento es lo que principalmente motiva a aquellos que se encuentran en el Londres post-jackpot, mientras que Flynne y los suyos lo hacen más llevados por la curiosidad, como es su propio caso, o la mera supervivencia. Sería inabarcable radiografiar a cada personaje, pero el abanico es amplio y vistoso.

Hablar de William Gibson es sinónimo de especulación tecnológica. Para The Peripheral, Gibson ahonda en cuatro tecnologías, presentes hoy en día, pero potenciadas de manera realista. Por un lado, las impresiones 3D. Se nos muestra como una industria próspera y asentada, muy regulada por los estados. Al igual que sucede cuando hay un exceso de demanda y una regulación extrema, aparecen centros clandestinos. En ellos se pueden fabricar a bajo coste prótesis, armas, piezas de tecnología patentadas, etc. En el pueblo de Flynne, más allá de los locales de comida y el Hefty (una suerte de Amazon/Walmart masivo), gran parte de la economía sumergida la mueve esta industria en expansión.

Los drones ocupan un lugar destacado en la novela. Drones armados, de vigilancia, de transporte, para operaciones quirúrgicas… Para dar y tomar, vaya. Tiene sentido. Es una de las últimas revoluciones, y parece que sus usos serán, a día de hoy, innumerables. Está por ver que, efectivamente, todos esos escenarios terminen por alcanzarse.

El dispositivo móvil de toda la vida es llevado un paso más allá en la línea temporal londinense. Los teléfonos están directamente integrados en el organismo, y nuestro propio campo de visión se ve invadido cuando alguien nos llama. Con la lengua, los seres de este mundo son capaces de manejar su teléfono móvil. Parece incómodo y agresivo, pero para nada descabellado.

Los avatares desempeñan un papel esencial en el desarrollo de la trama (periféricos, de ahí el título de la novela), tanto para visitar el Londres futuro por parte de unos, como para asomarse a la América pre-jackpot por parte de los otros. Mediante tecnología avanzada y precisas instrucciones, Flynne y los suyos son capaces de montar una corona cerebral con la que esta puede viajar a esa otra línea temporal sin moverse del sitio, ocupando el cuerpo de un ciberorganismo futurista. El concepto resulta fascinante, e increíble. Desde una línea temporal es posible visitar la otra. En este sentido, la osadía de Gibson es mayor que la de alguno de sus principales referentes, como las ya mencionadas Matrix o Nivel 13, en los que se accedía simplemente a una simulación. En este caso, se accede a otra realidad; o a otra parte de la realidad, si se prefiere. Porque ahí radica parte de la magia de The Peripheral: ambas líneas temporales son reales.

Uno se queda con ganas de saber más sobre ese invento capaz de habilitar los muñones para su posterior uso. En algún punto de la novela, se especula con los usos perversos que ciertos usuarios del mundo post-jackpot podrían hacer de los mismos. Teniendo en cuenta la facilidad de intervención que se tiene al contar con una tecnología infinitamente superior, es perfectamente posible destruir uno de estos muñones o someter a sus habitantes. Tal parece ser el destino que corren algunos de esos mundos, motivo por el que, probablemente, la policía del futuro esté tan interesada en tales menesteres. En ningún momento se explica el funcionamiento de estos servidores que conectan una realidad con la otra. Gibson nos da la información suficiente como para que nos hagamos a la idea de cómo funciona la cosa, y comencemos a dejar volar nuestra imaginación. Porque eso es lo que sucede. Lo que Gibson esboza en The Peripheral tiene mil y una posibilidades. Infinitos recorridos, como infinitas son las líneas temporales potenciales que pueden intervenirse… y destruirse…

Como en toda novela de Gibson que se precie, hay una subtrama de espionaje. En este caso, no queda del todo claro si es espionaje industrial, entre clanes enfrentados, o por el mero control y la acaparación de poder. Esta subtrama está directamente conectada con la económica. Desde el futuro pueden intervenir en el muñón de Flynne e intercambiar datos. Mediante complejos algoritmos, la facción de Lev, Ash, Netherton y compañía es capaz de influir sobre la realidad del muñón y transferir fondos a Flynne y los suyos valiéndose de una empresa fantasma, Milagros Coldiron. La influencia de esta intervención es total y drástica. Pese a que nos enteramos de los acontecimientos a través de Flynne y lo que distintos personajes secundarios la cuentan, parece que el mundo da un vuelco en lo que al aspecto económico se refiere. Y no solo por la intervención de Lev y su gente, sino también de los antagonistas, que emplean mecanismos similares para amasar cada vez más poder por su cuenta, a través de sus particulares empresas fantasma, de las que nada sabemos, pero sobre cuya influencia cada vez se nos pone más al día. Esta lucha de poder a nivel empresarial quizá sea de lo más interesante de The Peripheral, si bien a priori no deja de ser una subtrama de la que nunca llegamos a tener una visibilidad completa. Con tecnología futura, podría intervenirse un mundo entero simplemente accediendo a algo tan volátil como el mercado de valores. De esta forma, lo que empieza siendo apenas un registro empresarial en Colombia, se transforma a lo largo de las páginas en un emporio corporativo capaz de hacer sombra a la multinacional más importante de la línea temporal de Flynne: Hefty.

Todas las pequeñas subtramas terminan por confluir en un último acto que se antoja un tanto precipitado y atropellado. La acción se vuelve confusa y las principales motivaciones de los antagonistas no terminan de quedar del todo claras. Lo que durante toda la novela ha guiado las acciones de los personajes, sabe finalmente a poco, a deus ex machina. De todas las cosas que podían suceder, termina por narrarse una que, quizá, no es ni del todo satisfactoria, ni enteramente lógica. ¿Funciona? Bueno, pues he de reconocer que sí, que funciona. En parte, ese mini-acto final es un recordatorio de lo que el lector sintió al leer las primeras ochenta páginas; una vuelta a esa incertidumbre generalizada, a esa necesidad por saber más, por conocer lo que está sucediendo, por entender lo que motiva a los personajes… Y, más o menos, todo tiene una explicación. Sería injusto hacer de menos a The Peripheral por ese abrupto final, pero es innegable que sabe a poco después de lo brillantemente ejecutada que está el resto de la obra. Porque esa es la realidad: Gibson nos ha regalado una obra maestra del género.

(Y después de casi 3000 palabras, me dejo todavía en el tintero cosas como la secta religiosa que trae de cabeza a Burton en los EE.UU. pre-jackpot, los neoprimitivos del Londres futurista, la Isla de basura, repleta de plásticos y desperdicios, Lowbeer, uno de los personajes más maquiavélicos que recuerdo, y un largo etc. Francamente, una obra en verdad inabarcable…)

Si se es capaz de superar todos los escollos iniciales y se termina por conectar con la historia, los personajes y lo retorcido de la narrativa de Gibson, el resultado es una experiencia enriquecedora, divertida y muy adictiva. The Peripheral es una obra compleja y profunda, de amplio alcance, con personajes extremos, diálogos secos y directos, momentos que rozan lo surrealista y mucha, mucha imaginación que a veces pasa desapercibida entre los elementos más pesados y discordantes de la novela. Recomendada sobre todo para fans, pero también para todo aquel al que le apetezca un viaje movidito con el que poner a prueba su intelecto.

Ojalá más novelas como esta.

(Y, por cierto, para estar al tanto de lo que preocupa e inquieta a Gibson en la vida real, nada más fácil que seguirle a través de su cuenta de Twitter.)

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Ejército Nuevo Modelo (2010), de Adam Roberts

30 mayo, 2020 by Carlos Sibid

Ejército Nuevo Modelo (2010), de Adam Roberts

Ejército Nuevo Modelo es mi primera incursión en la bibliografía del británico Adam Roberts, profesor de literatura clásica y autor de obras relevantes del género como Salt (2000), Yellow Blue Tibia (2009) o Jack Glass (2012); algunas de las cuales, tras bucear por la Red y leer sus sinopsis, prometen ser tan interesantes o más que esta novela que nos ocupa. Anotadas quedan.

He de reconocer que el detonante de que finalmente me animara a comprar Ejército Nuevo Modelo fue su portada, por muy feo que esto pueda sonar cuando uno habla de una obra literaria. De hecho, la tengo ahora mismo entre mis manos. Edición de Gigamesh. Diseño de cubierta: Corominas. Un grupo de militares apuntan con sus armas al icónico personaje del Monopoly mientras este sostiene una bolsa llena de dinero y se desangra a consecuencia de un disparo que ha recibido en la pierna. Agresiva, muy de cómic, contundente, polémica, visceral, sucia, simbólica… Todo esto es lo que me transmitió la portada, y aquí retomo el hilo de mi primera afirmación: aunque a priori suene raro decantarse por una novela solo por su portada, en definitiva, y si las cosas se han hecho bien, no lo es en absoluto. Portada y contenido están en sintonía, o al menos así debería ser. No quiero convertir esto en una disertación sobre las portadas y el arte que se esconde tras ellas, pero sí que considero fundamental destacarlo en este caso. Y vaya, que me encantan las portadas. Son cosas que están a la orden del día: uno ve una portada, se enamora, y su relación con el texto se ve trastocada, para bien o para mal. Y me alegro de que así sea. El arte de la portada no está muchas veces lo suficientemente valorado, y en obras de entretenimiento lo considero esencial. Pienso en novelas, pero también, por ejemplo, en discos de música.

Y aquí lo vamos a dejar por hoy…

Ejército Nuevo Modelo.

Antes de entrar propiamente en materia, simplemente apuntar que esta es una de esas obras que mejoran cuanto más piensa uno sobre ella. Tiene sus problemas y sus tiranteces, como más adelante desgranaré, pero el conjunto no deja de ser estimulante, incisivo y, por momentos, extrañamente divertido.

Publicada hace ahora diez años, Ejército Nuevo Modelo no puede estar más de actualidad. En plena convulsión post-electoral en el Reino Unido, y con el Brexit definitivamente en marcha, el contexto político y social que Roberts dibuja es demasiado vigente, casi hiriente en su capacidad premonitoria.

La premisa es sencilla: Escocia declara unilateralmente su independencia e Inglaterra decide tomar cartas en el asunto enviando a sus tropas para recuperar el territorio insurgente. El problema surge cuando Escocia, en un intento por asentar su autodeclarada autonomía, contrata a varios Ejércitos Nuevo Modelo (ENM de ahora en adelante) para que se enfrenten al ejército inglés y salvaguarden los intereses de Escocia sobre los de la potencia hegemónica.

¿Y qué son exactamente estos ENM? Una evolución lógica de los nuevos tiempos: unidades extremadamente tecnologizadas que se venden al mejor postor y emplean técnicas de combate radicales, pero muy eficientes. Carecen de un mando único y de jerarquías. Todos sus integrantes son líderes y fuerza bruta. Cada cuestión, por nimia que esta sea, se vota en su seno. Las decisiones se consensúan en armonía con el acceso a mapas de Google Maps, a wikis en constante actualización, a tutoriales sobre cómo curar una herida de bala… Todo ello, los hace especialmente escurridizos y letales cuando se enfrentan a las anquilosadas estructuras feudales típicas de los ejércitos tradicionales.

El político es uno de los elementos más orgánicos con los que trabajar las distopías; quizá sea el primordial. Por lo tanto, imaginar un futuro donde las fronteras y las relaciones sociales y políticas sean diferentes a las actuales es un primer paso casi necesario a la hora de situar las piezas sobre el tablero de operaciones del mañana. En este sentido, el planteamiento de Roberts destila un aroma insólitamente factible.

Entremos en materia.

En primer lugar, simplemente mencionar que Roberts se inspira en ciertos acontecimientos históricos para dar forma a sus particulares ENM. De hecho, a mediados del siglo XVII, durante la primera Guerra Civil inglesa que enfrentó al rey, Carlos I, contra el Parlamento, liderado por Oliver Cromwell, una nueva fórmula organizativa vio la luz: precisamente, los ENM. En aquel entonces, el ENM significaba contar con soldados profesionales a sueldo, y una mayor flexibilidad de movimiento y de actuación. No pretendo ir más allá de la mera cita histórica, como pequeño marco de referencia sobre el que desarrollar los modernos ENM que Roberts plantea. Para ahondar más en este periodo, aquí o aquí puede encontrarse información mucho más detallada y extensa.

Dos son los elementos que Roberts contrapone de manera constante a lo largo de Ejército Nuevo Modelo: capitalismo y feudalismo. El capitalismo se manifiesta como una suerte de evolución lógica y perversa del feudalismo. Se descentraliza el poder (o, más que descentralizarse, se diversifica) y el capital sustituye a la patria. Los ejércitos tradicionales de todos los países del mundo están intrínsecamente conectados a su identidad nacional, su patria. De hecho, ejército y patria a menudo se emplean como palabras complementarias e intercambiables. El capitalismo extremo trae consigo ese desequilibrio identitario (o esquizofrenia, quizá). Las naciones ya no tienen por qué depender de sus ejércitos para garantizar su existencia o su ideología. Existen ejércitos profesionales al servicio de aquellos que estén dispuestos a pagar por sus servicios. Y más aún: estos ENM son, en apariencia, más eficientes que los ejércitos tradicionales. Bajo esta premisa, el mundo tal y como lo conocemos, y su equilibrio de poder, queda obsoleto.

¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…

Otro elemento, el tecnológico, entra también en la ecuación. Los ENM representan la cúspide de las redes sociales y las técnicas de interacción en lo que a colaboración y democratización se refiere. Todos los integrantes de los ENM tienen voz y voto en cada una de las decisiones que se discuten, ya sean estas qué barrio tomar, cómo diseñar un plan de contraataque, o, incluso, si negociar el rescate de unos rehenes o ejecutarlos. Las decisiones que en los ejércitos tradicionales recaen sobre los oficiales de mayor rango, en los ENM son discutidas y votadas. Roberts trata de mostrar de esta manera cómo la democracia extrema puede dar lugar a un empoderamiento real de los individuos que la practican, al tiempo que realiza una velada crítica al actual sistema democrático de muchos países occidentales, al que tilda, a través del protagonista de su historia, de oligarquía encubierta.

El narrador de Ejército Nuevo Modelo es Tom Block, uno de los integrantes del ENM Pantegral y antiguo combatiente de los ejércitos tradicionales (feudales, anticuados, caducos). Se nos presenta como un tipo de complicada biografía. Desertó del ejército británico por la rigurosa disciplina y la falta de libertad a la que se vio sometido. Debido a ello, terminó por enrolarse en un ENM y, desde entonces, combate a cambio de dinero, como todos los demás.

Con una narración en primera persona, Block nos conduce a través de detallistas escenarios bélicos en los que la guerra de guerrillas entre los ejércitos tradicionales y los ENM tiene lugar. Londres y sus alrededores se convierten en cruentos y encarnizados campos de batalla. La acción es sucia y violenta, con sangre, vísceras y destrucción. Se busca el hiperrealismo, y el estilo de Roberts no deja de ser un acierto a la hora de meternos de lleno en la piel de uno de esos soldados-todoterreno que se mueven en la primera línea de combate.

No obstante, esta narración tan intensa y descarnada termina por provocar ciertas arritmias con el paso de las páginas. La historia está estructurada en torno a escenas o momentos. Y estos funcionan, pero el conjunto parece más un compendio de relatos cortos que una narración al uso. No es una novela especialmente larga, si bien su lectura no es todo lo fluida y adictiva que, en otras circunstancias, podría haber sido.

Uno lee las aventuras y desventuras de Block con interés. Y hay esporádicas nuevas píldoras de información, novedosas capas de personalidad del protagonista y del propio ENM, pequeñas dosis informativas sobre el conflicto político tras la contienda militar que enfrenta a Inglaterra con Escocia y los ENM… Pero no es suficiente. Faltan fuerza y tensión en la narración. Pulso, si se prefiere. Es un mosaico interesante y vistoso, pero adolece de cierta dispersión y, peor aún, de una reiteración excesiva. Los combates no tardan en manifestarse como rutinarios y repetitivos. De la mano de Block, asistimos además a su progresiva degradación física y mental, lo que provoca una prosa errática y cada vez más obtusa, no por ello carente de cierta poesía. Y no es este un problema en sí mismo, si bien mina la fluidez del relato y dificulta su lectura.

Roberts apela continuamente al lector a través de Block, quien suelta frecuentes ocurrencias y críticas a la forma de vida occidental. Después de 200 páginas, uno siente que todo se vuelve un tanto predecible. Block continúa con sus digresiones y uno sabe lo que va a decir o acontecer casi antes de leerlo. La parte central de Ejército Nuevo Modelo es sin duda la más árida y complicada.

Por fortuna, hacia el tramo final, la cosa remonta. Roberts da un volantazo a la narración y termina por introducir algo de luz a su relato. La reiteración toca a su fin y una nueva línea argumental ilumina los últimos pasajes del libro (Block usado como Caballo de Troya anti-ENM). Lástima que al final le sepa a uno a poco, por lo abrupto, rupturista y confuso que se vuelve todo (por algún motivo, no podía dejar de pensar en El hombre que era jueves [The Man Who Was Thursday: A Nightmare -1908-, de G. K. Chesterton]). De haber estado en todo momento a ras de suelo, sintiendo cómo la sangre nos salpicaba junto a Block, en su tramo final el relato se convierte en un extraño sueño semi-onírico y simbólico. El concepto en sí es genial, el nacimiento de un nuevo ente a través de los ENM, una suerte de IA evolucionada; un organismo que es algo más que la suma de sus partes, es decir, de sus soldados y sus wikis y sus redes sociales e interacciones. Pero no deja de sentirse como un tanto impostado y desconectado respecto a casi todo lo que había venido antes.

En cualquier caso, y por ir recapitulando…

El concepto de los ENM tiene sentido y se basa en unas premisas acertadas. Un ENM es más eficiente en el cuerpo a cuerpo, consume menos recursos, no está anclado a arcaicos principios, y es tan sádico o más que el ejército tradicional. No hay distinción moral (o sí, pero se pierde entre explosiones, ejecuciones y negociaciones fallidas). El protagonista, un tipo conflictivo con una vida marcada por la separación de sus padres y una rígida figura paterna, solo encuentra su lugar en el ejército, uno de los estamentos represivos por excelencia, pero incluso este se le queda pequeño. Los valores tradicionales del ejército pierden su validez en la sociedad contemporánea. La ubicuidad de internet y de las nuevas formas de comunicación, convierten en obsoletas una cadena de mandos y unas jerarquías basadas en nociones pretéritas de configuración social. Los ejércitos del mañana son la evolución de las guerras de guerrillas recientes, del Vietcong, los talibanes y tantas otras fuerzas reales y presentes en nuestro mundo ante las que tanto sufrieron los más grandes ejércitos de cada momento.

(Mención aparte merece la descripción tan idealizada de los ENM en detrimento de los ejércitos feudales. Se asume que es a través de los ojos de Block de quien accedemos a esta distopía post-capitalista, si bien uno no deja de sorprenderse por lo profesionales que son los integrantes de Pantegral y lo ineptos e incompetentes que aparentan ser los soldados británicos. Hay que hacer un inevitable ejercicio de suspensión de la incredulidad y dejarse llevar. De lo contrario, puede que el resultado de los enfrentamientos militares [Pantegral siempre sale como vencedor mientras el todopoderoso ejército británico cuenta sus escaramuzas por derrotas], por muchas wikis, muchos tutoriales de cómo curar una herida de bala y muchos Google Maps que haya, no tenga demasiado sentido…)

En última instancia, el mero concepto de los ENM parte de la presunción de que son todo lo contrario a los ejércitos feudales tradicionales. No obstante, dentro de la propia dialéctica de la novela, parece lógico pensar que estos obsoletos ejércitos tradicionales habrían de adaptarse a los ENM para sobrevivir. Los ENM no dejan de ser grupos de mercenarios dirigidos por una democracia pura, pero contratados por terceros. Escocia contrató al ENM de Block, Pantegral. En este sentido, no debiera ser sorpresivo que Inglaterra, en vista de las derrotas sucesivas que sufre, terminase por contratar a sus propios ENM. Bajo esta premisa, los ENM no cambiarían nada. Todo lo revolucionario que Roberts plantea en Ejército Nuevo Modelo quedaría eclipsado bajo la dictadura de la economía capitalista. Pues si Inglaterra decide contratar a otro ENM, probablemente tenga más dinero que Escocia, y por tanto podrá acceder a los mejores ENM o a un mayor número de ENM que Escocia. Si esto fuera así, los ENM no cambiarían nada. Seguirían estando sujetos a la economía de mercado, que es lo que ahora mismo mueve el mundo, y lo que parece que seguirá moviéndolo en el distópico futuro imaginado por Roberts. Todo para que nada cambie y las cosas sigan igual. Democracia o no, feudalismo o no, el dinero manda, por mucho que veamos al insigne muñeco del Monopoly siendo tiroteado en la portada de la novela.

Y el pueblo, al tomar el poder, es descrito como tanto o más despiadado que los líderes y los partidos políticos que históricamente han representado la voluntad de las masas. En este sentido, el discurso de Roberts es pesimista, y pone en relieve el peligro de lo emocional, que alimenta a los nacionalismos y a los populismos, en detrimento de lo racional. Lo inmediato es lo que cuenta; el aquí y el ahora.

En definitiva, Ejército Nuevo Modelo es una interesante y estimulante reflexión que por momentos se siente más como un ensayo que como una novela. Es una obra irregular y dispersa, llena de aristas e imperfecciones, que a pesar de ello posee un cierto carisma; alma. Tiene algo que contar, y Roberts lo hace con interés. Se le ve cómodo y satisfecho, y gracias a las altas dosis de humor con las que impregna cada una de las páginas, consigue que el edificio no se haga añicos y aguante el envite de los numerosos agujeros de guion y de los pequeños defectos que uno encuentra por aquí y por allá. Recomendable si se sabe a lo que se va o si se busca algo diferente. Fresca y original.

Filed Under: Lecturas, Literatura, Reseñas Tagged With: Adam Roberts, literatura, Reseñas

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