Siempre es un placer leer a Isaac Asimov. Todavía hoy, sigue siendo uno de mis autores favoritos de ciencia ficción (mío y de tantos otros). Gracias a sus numerosas novelas y relatos sobre robots (Los robots del amanecer [The Robots of Dawn] entre ellas), Asimov se erigió hace ya décadas como el principal referente en la cuestión, no solo en lo que a la narrativa de ficción se refiere, sino a la ciencia de la robótica en general.
Fue precisamente Yo, robot (I, Robot, 1950) mi primera toma de contacto con su obra. Me encontraba aún en el instituto, cursando secundaria. Han pasado ya algunos años, y he tenido la ocasión de leer a muchos otros autores de género, pero mentiría si no reconociera que sigo acercándome a las novelas de Asimov con las mismas ganas y curiosidad que cuando era un chaval.
No descubro nada al afirmar que él es uno de los vertebradores principales de la ciencia ficción literaria del siglo XX. Suyas son obras tan inmortales como Fundación (Foundation, 1951) y sus secuelas (Segunda Fundación [Second Foundation, 1953] es, para quien escribe estas líneas, su obra cumbre; espero algún día releerla y dejar por escrito mis impresiones), El fin de la eternidad (The End of Eternity, 1955) o Los propios dioses (The Gods Themselves, 1972).
Lo bueno para todos nosotros, fans de su pluma y su desbordante rigor científico, su meticulosidad y su imaginación portentosa al servicio de las más mastodónticas ideas y conceptos, es que Asimov fue harto prolífico; sus novelas y relatos se cuentan por docenas (de docenas). Tengo la buena costumbre de, cada año, meterme al menos un par de sus obras entre pecho y espalda (esta vez le ha tocado el turno a Los robots del amanecer).
Para mí, Asimov es el Autor Cero de la ciencia ficción. Poco original, lo sé. Pero no es esta una competición de originalidad, sino un pequeño reconocimiento, acaso un pobre tributo, a uno de los autores más influyentes y leídos del género. Y tampoco es esta, mi web, sino un lugar perdido en la vasta Red en el que me entretengo reflexionando y tirando del hilo de las obras que, periódicamente, me acompañan en esto que hemos dado en llamar «vida». Porque eso es al fin y al cabo la literatura: una parte de nuestras vidas; una fuente de entretenimiento e inspiración; una válvula de escape ante la monotonía, la apatía y otros tantos (y poco apetecibles) sustantivos.
Dicho lo cual, esto se supone que iba a ser una reseña de Los robots del amanecer (por favor, no me tengas demasiado en cuenta estas digresiones)…
La novela forma parte de la serie de los robots; es, para más señas, la tercera de las cuatro novelas que la componen. Las dos primeras son, en orden cronológico de publicación (y narrativo) Bóvedas de acero (The Caves of Steel, 1954) y El sol desnudo (The Naked Sun, 1957); la cuarta y última es Robots e Imperio (Robots and Empire, 1985).
Bóvedas de acero, El sol desnudo y Los robots del amanecer conforman, a su vez, la trilogía protagonizada por Elijah Baley, el detective terrícola que, por avatares del destino, se ve forzado a enfrentarse a los más peliagudos casos de la civilización de su tiempo, que por entonces ya se ha extendido hasta cincuenta planetas exteriores.
(No pretende ser esto un manual minucioso sobre las obras que componen la saga de los robots y las que no. Las colecciones de relatos, entre las que destaca Yo, robot, son una parte esencial de la misma, si bien son eso, relatos, y no novelas. También suele incluirse en esta serie El hombre positrónico u El hombre robot [The Positronic Man, 1992], escrito junto a Robert Silverberg, e inspirado a su vez en el famoso relato El hombre bicentenario [The Bicentennial Man, 1976].)
Es posible leer Los robots del amanecer sin haber hecho antes lo propio con los demás volúmenes que configuran el ciclo de los robots. Por supuesto, hay referencias y guiños a las misiones previas a las que Baley tuvo que enfrentarse, pero son del todo accesorias. Y, si algo es relevante, Asimov, con buen criterio, se encarga de dejarlo bien claro aun a riesgo de repetirse en demasía para quien se lance a leer las cuatro novelas del tirón.
Llegados a este punto, ¿de qué va la novela?
A modo de avance para lo que luego desarrollaré, pienso que Los robots del amanecer es un relato muy digno y certero. No en vano, es una de las últimas obras que Asimov publicaría (es de mediados de los ochenta), lo que lleva aparejados un dominio narrativo y un manejo de los tempos más que notables por su parte. Todo en ella es correcto. Y, sin embargo, quizá le falte ese punto que toda novela que pretenda trascender necesita. A su favor diré que se lee con suma facilidad; mantiene el interés en todo momento; es muy ágil, gracias al empleo de una narración basada, prácticamente por entero, en los diálogos; deja frecuentes cebos narrativos; e, incluso, posee el nivel adecuado de sorpresa.
¿Qué es lo que falla entonces? Francamente, no demasiado. El final, a lo sumo; y no es un problema del desenlace propiamente dicho, sino de lo que ese final significa para el resto de la historia.
Asimov coquetea con la novela de detectives, pues, en última instancia, eso es lo que Los robots del amanecer es: un whodunit, como dicen los anglosajones (de «Who [has] done it?» [¿Quién es el culpable del crimen?]). Y bien está que lo sea, máxime cuando es Asimov quien está detrás de su desarrollo y cuando todo gira en torno a robots, apariencias, presunciones, y científicos a favor y en contra de un tipo muy determinado de colonización futura. En lo que a mí respecta, con estos ingredientes ya estoy más que dentro; vamos, estoy salivando…
Venga, la sinopsis:
El detective Elijah Baley se encuentra en una superpoblada Tierra, ajeno a lo que se le viene encima. Junto a su esposa y a su hijo, trata de pasar el mayor tiempo posible al aire libre, alejado de las cúpulas en las que se han convertido las Ciudades del futuro. Tiene la vista puesta en una próxima colonización de otros mundos, necesaria para resolver los problemas de hacinamiento a los que se ven sometidos en la Tierra. No obstante, el universo tiene sus propios planes, y Baley es convocado de urgencia por sus superiores: se requiere de su olfato y astucia en el planeta Aurora, donde un avanzado robot humaniforme, Jander, ha sido destruido.
No hay un culpable claro, y el único que en apariencia cuenta con los conocimientos suficientes como para haber podido liquidar a Jander es el doctor Hal Fastolfe, su creador y una eminencia en el campo de la robótica. El caso resulta especialmente peliagudo, pues Fastolfe es uno de los pocos aliados de la Tierra, y quien con más ahínco defiende la idea de que han de ser los terrícolas quienes colonicen la galaxia, y no los robots, como secundan mayoritariamente en el resto de mundos exteriores.
Ante esta delicada situación, la resolución del caso se convierte en una prioridad no solo para Baley, sino para el futuro de la Tierra en su conjunto. De ello depende que Fastolfe no sea acusado del crimen y pueda seguir defendiendo a los terrícolas como los colonizadores perfectos. Bajo esta premisa, el detective Baley es enviado a Aurora, donde con la ayuda de dos robots, Daneel (otro humaniforme como Jander) y Giskard, tendrá que resolver el enigma.
Me meto de lleno en la zona de spoilers, pues siempre me lo paso mejor destripando y desgranando los entresijos de las obras que analizo que quedándome en la superficie. Quizá no sea esta la reseña con más destripes de las que he publicado, pero no deja de haber alguna cosa por aquí y por allá, poco recomendable para quien aún no se haya enfrentado a su lectura y, en un futuro próximo, desee hacerlo sin demasiada información de más.
¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…
Como es marca de la casa en Asimov, el futuro no es sino un amplificador a través del cual examinar algunas cuestiones de corte sociológico que aquejan a la humanidad del hoy y del ayer. Porque, según parece, los seres humanos no cambiamos lo suficientemente rápido; quizá no podamos. En Los robots del amanecer se plantea la compleja cuestión del lugar que los robots han de ocupar en la sociedad. Si ya nos cuesta ponernos de acuerdo ahora que solo habitamos un planeta, ¿qué nos deparará ese futuro imaginado por Asimov con hasta cincuenta mundos diferentes, con sus particulares (y a veces enfrentados) puntos de vista en las más variopintas cuestiones?
Entramos de lleno en el campo de los prejuicios (y habrá quien argumente, no sin razón, que esta es la moneda de cambio de cualquier sociedad). Asimov se vale de los robots para ahondar en esta problemática. Según el lugar de origen del humano del futuro, su trato con los robots será distinto. Así, en la Tierra, la humanidad malvive presa de la superpoblación. Para sus habitantes, los robots son meros objetos animados de los que servirse para las más diversas tareas, pero siempre con una clara relación de dominación-sumisión; de poder, si se prefiere. En los mundos exteriores, sin embargo, esa relación humano-robot se ha vuelto más difusa. Hay mayor respeto hacia ellos (por ejemplo, no se los llama «R. lo que sea», sino que se ahorran esa «R.» inicial de robot).
La cúspide de este trato desigual se encuentra en los robots humaniformes, creaciones de última generación cuyo parecido con los seres humanos es tal, que pueden llegar a pasar desapercibidos para determinados observadores. Se esboza la problemática de hasta qué punto tendría sentido que un robot fuera indistinguible de un ser humano; si acaso es un futuro deseable o, por el contrario, algo a evitar.
En la precaria época en la que nos encontramos, comienzos del siglo XXI, la cuestión del uncanny valley (valle inquietante) ya se la han planteado los científicos de nuestro tiempo. Según se dice, los robots que se parecen demasiado a nosotros nos generan cierto rechazo, temor. Probablemente nos activen esa parte reptiliana que aún nos gobierna en algunos momentos. Nos incomodan, y no es algo objetivamente explicable (hay cuantiosa información al respecto en internet, desde la Wikipedia hasta artículos en diversas publicaciones, para quien quiera profundizar en ello). Apenas se están dando los primeros pasos en este sentido, pero parece que el bueno de Asimov no iba desencaminado al plantear algunos de estos dilemas.
Más allá de lo obvio, en el futuro esbozado por Asimov los robots son considerados en general como «ciudadanos» de segunda. De hecho, dependiendo del ambiente en el que se muevan, pueden no ser siquiera tratados con respeto. La pregunta es del todo pertinente: ¿lo merecen? Quizá diga mucho más de nosotros mismos la respuesta que le demos a esta pregunta que cualquier otra reflexión posterior que podamos hacer. Una respuesta lógica sería que solo lo merecerían los que hubieran alcanzado cierto grado de inteligencia y/o de consciencia (que no son la misma cosa).
Pero, ¿quién marca los límites de la consciencia? ¿Y de la inteligencia? ¿Acaso una persona con problemas mentales que le dificulten ciertas tareas cognitivas no habría de ser tratada con respeto? Si un robot fuera lo suficientemente avanzado como para mantener una conversación con un ser humano, desarrollar lazos afectivos y aprender, ¿merecería ser tratado como un igual? Mucho tienen que ver, imagino, las propias Tres Leyes de la Robótica, pues no dejan de ser unos esquemas mentales que coartan el libre albedrío de los robots. Bajo este prisma, por el simple hecho de ser un robot, ya no se podría ser como un humano. Pero, ¿qué pasaría con inteligencias artificiales libres de estas Leyes de la Robótica e inteligentes? Terrenos muy movedizos los que vislumbramos.
La premisa de Los robots del amanecer le sirve a Asimov para reflexionar sobre cómo habría de denominarse el exterminio de un robot. ¿Asesinato? Parece poco probable, pues para muchos sería como hablar de la muerte de una bicicleta o de una TV. Roboticidio es el palabro con el que finalmente Baley se queda. En el fondo, desde el principio hasta el final, Asimov juega con esta fina capa que nos separa a los seres humanos de los robots, y ahonda en todo aquello que nos iguala y que nos diferencia. Y, ni que decir tiene, este es uno de los aspectos más notables de la novela.
Profundizando en las cuestiones de corte sociológico, un nuevo tópico (en realidad, muy habitual en Asimov) cobra fuerza a lo largo del relato: la ambición de la humanidad por expandirse, el progreso y la colonización, como contrapunto a la comodidad, la armonía y la dejadez.
De las obras que he leído, quizá sea El fin de la eternidad una de las que, con mayor brillantez, profundice en esta cuestión, clave en la ciencia ficción en general y en la obra de Asimov en particular. El ser humano ha de trascender su mundo y crecer. Solo así encontrará su techo como especie y como civilización. No hacerlo sería un desperdicio. Parafraseando al gran Carl Sagan, «Cuánto espacio desaprovechado, ¿no?» (magnífica Contact, tanto la novela [1985] como la posterior adaptación cinematográfica [1997] dirigida por Robert Zemeckis).
Este parece ser uno de los tópicos más habituales de la ciencia ficción del periodo clásico, ese ansia por la exploración. Arthur C. Clarke cuenta en este sentido con una obra que en su día me impactó profundamente, La ciudad y las estrellas (The City and the Stars, 1956). En ella ofrece una visión algo pesimista al respecto, y se justifica cómo el que una sociedad futura no anhele la conquista del espacio puede no ser una debilidad, sino una garantía de supervivencia. No puedo dejar de recomendarla. Algún día la releeré y la reseñaré como merece.
Y no hay que irse muy lejos en el tiempo para encontrarse con obras como Aurora (2015), del siempre pertinente Kim Stanley Robinson, en la que se pone de manifiesto el terrible daño psicológico al que se verían sometidos los colonizadores de otros mundos. El propio Asimov plantea sus dudas en la mítica Fundación. Al fin y al cabo, el estado natural de las cosas es hacia la degradación, la entropía; hacia la corrupción. Toda la saga de la Fundación podría no ser más que un intento por mantener un cierto orden entre el caos inevitable.
Volviendo a Los robots del amanecer, en el planeta Aurora se dibuja una curiosa dicotomía. Parte de sus teóricos y políticos son favorables al uso de robots para la expansión futura de la humanidad. Es una razón ciertamente lógica: ¿por qué arriesgar vidas humanas pudiendo emplear a los robots? De esta forma, el trabajo más duro se lo ahorrarían los humanos, y solo llegarían a cada mundo una vez este poseyera unos mínimos para su habitabilidad. El problema de esta teoría es el peligro que plantea para la humanidad, pues convierte al ser humano en poco menos que un ente pasivo, un mero espectador a merced de los robots; algo que, según se argumenta, potenciaría la apatía y la dejadez, desincentivaría la expansión y, en última instancia, podría llegar a provocar una involución social y tecnológica.
El otro bando, liderado por el doctor Han Fastolfe, propone una conquista de la galaxia liderada por los humanos. Y, más específicamente, por los terrícolas, más duros y duchos, y, en teoría, ansiosos por expandirse. De hecho, la base de este pensamiento radica en que, en los cincuenta mundos exteriores ya habitados, la gente es extremadamente pulcra, refinada, inteligente y longeva (viven varios siglos de media), a diferencia de lo que sucede en la Tierra. Se desprecia a los terrícolas por ello (hay una nada disimulada xenofobia), a quienes se acusa de haber destruido su propio mundo y de haber llevado a la civilización al límite de sus posibilidades.
Los espaciales, por el contrario, viven en cierta armonía con la naturaleza, pero no tienen grandes amenazas a las que enfrentarse ni motivos acuciantes por los que descubrir y conquistar nuevos mundos. Los robots se encargan de casi todo, y los pocos humanos de esos mundos (en relaciones ridículas de hasta diez mil robots por cada habitante) quedan relegados a la función de marionetas del cosmos, delicados, abstraídos y distantes. La Tierra es suciedad, virus, polución, superpoblación, tabaco, agorafobia… Todo en ella resulta deplorable, y lo único que los espaciales buscan es que el universo no se convierta en un estercolero similar al que se ha convertido la Tierra. Loable visión. Y quizá cierta.
La posibilidad de una expansión interplanetaria tiene visos de que generaría auténticos estragos para la humanidad. Parece inevitable, pero no hay que echar mano de una imaginación desbordante para prever lo que sucedería: nuevos bandos, clanes, envidias, luchas, guerras civiles, nuevas formas de hiper capitalismo, etc. No parece demasiado halagüeño, y, sin embargo, se percibe como necesario.
Probablemente haya que pasar por todo eso antes de alcanzar un cierto equilibrio; el peaje a pagar por convertirse en una raza interplanetaria. O, quizá, el motivo último de que no hayamos dado todavía con ninguna civilización extraterrestre de este calibre. En el mundo representado por Asimov, todo esto ya ha sucedido, y la civilización ha llegado a un punto muerto en el que cada planeta vendría a ser lo que ahora es un país. Los hay más avanzados en ciertas parcelas, más tolerantes, más contaminados, pero parece que han alcanzado un cierto statu quo; sin derroches, pero se soportan.
En medio de todas estas cuestiones políticas y más o menos filosóficas, la curiosa obsesión de Asimov por los Personales (o los cuartos de baño, los servicios públicos) merece una mención especial. Demasiadas páginas dedicadas a algo a lo que apenas le damos ninguna importancia, pero que no es sino la cumbre de la cultura de cada lugar y momento. Nada hay más íntimo, y, probablemente, pocas cosas den más pistas sobre ciertas normas sociales o tabúes que la organización de los baños.
Llegados a este punto, constatar lo evidente: Los robots del amanecer son cuatrocientas y pico páginas de lectura ágil y agradable. Numerosas reflexiones en torno a cuestiones sociales y organizativas, ciencia ficción elegante y mayor profundidad de la que aparenta. No faltan los ingenios tecnológicos (curioso ese astrosimulador o el triménsico), ni tampoco la intriga, marca de la casa; en este caso, a raíz de una investigación policial. La información se gestiona de manera eficaz, y hay pistas por aquí y por allá; simpáticos homenajes a la doctora Susan Calvin (de Yo, robot) o a la psicohistoria de Hari Seldon.
Todo fluye con sencillez y coherencia. Quizá haya un exceso de diálogos; por momentos, diríase que la novela es más una obra de teatro que otra cosa, pero no llegan a ser cargantes una vez se entra en el juego. Asimov no es Arthur Conan Doyle ni Elijah Baley es Sherlock Holmes, pero el experimento de mezclar ciencia ficción con una historia más clásica de detectives funciona.
Quizá la mayor pega que uno pueda ponerle a Los robots del amanecer se encuentre en su final. Y no tanto por el desenlace en sí mismo, sino por lo abrupto y, si se me permite, tramposillo del asunto.
(Si, por algún motivo, aún no has leído la novela, pero has llegado hasta aquí en esta reseña, te invito a dejarlo ahora, pues no quiero chafársela a nadie.)
El final es un deus ex machina como un agujero negro supermasivo de grande. Digamos que, de un plumazo, se «invalida» prácticamente el noventa y nueve por ciento de la novela. Era el robot Giskard, con sus habilidades telepáticas, el que había estado no solo dirigiendo los pensamientos de Elijah y sus investigaciones, sino también los del doctor Fastolfe, Gladia y todos los demás personajes implicados. Con ese epílogo tan desconcertante, si uno echa la vista atrás, resulta que todo ha sido planificado por el robot, desde el principio hasta el final. Sin fallo. Toda la labor de investigación queda así un tanto en entredicho.
Asimov va dejando ciertas migajas a lo largo del relato que Giskard y Baley recogen en ese abrupto final, con las que se elabora el mapa completo de los acontecimientos que, en verdad, se han producido. Ignoro si algún lector se vio venir este desenlace mientras leía la obra, pero me atrevería a decir que no. Es muy retorcido y rebuscado, y las pistas solo se perciben como tales una vez que nos explican qué es lo que ha estado sucediendo. En ese sentido, no voy a decir que la novela no funcione, pero digamos que hay dos capas de lectura.
La primera de ellas abarca todo el relato, desde el principio hasta la conversación con el Presidente. Es autónoma y, de alguna manera, resuelve el misterio planteado en torno al roboticidio de Jander de manera lógica. La segunda capa es la que se nos ofrece en el epílogo: Giskard posee poderes telepáticos y ha sido la mente pensante detrás de todo lo sucedido. Él es quien lo ha forzado todo y el que se ha encargado de convertir a los personajes en meras marionetas.
Por supuesto, Asimov se reserva una pequeña carta en la manga cuando concede que Giskard estaba en realidad poniendo a prueba a Baley para determinar si los terrícolas eran los adecuados para conquistar la galaxia. Sea como fuera, de esta forma, Giskard se convierte en una de las figuras más importantes de la historia en la línea argumental del Imperio Galáctico de Asimov. Es, en última instancia, el responsable último de que la Tierra y sus habitantes se expandan por el Cosmos.
Los robots del amanecer es una novela disfrutable, intrigante y fácil de digerir, tanto para los fans más acérrimos como para los lectores menos duchos en la materia. Asimov ahonda en los códigos sociales, los choques culturales, los tabúes (el tema del sexo daría por sí solo para un artículo, y apenas lo he esbozado en este comentario) y las luchas de poder sobre un tablero de ajedrez tan complejo como atractivo: un planeta ajeno, intereses contrapuestos, una amenaza terrible para los terráqueos, un detective con muchas dudas (genial la fragilidad con la que Baley es descrito; memorable la secuencia de la tormenta), e inciertos aliados en forma de robots.
Casi cuatro mil palabras después, y a modo de cierre, solo me queda una frase por añadir: Los robots del amanecer es una buena novela e Isaac Asimov es uno de los escritores de ciencia ficción más grandes de todos los tiempos.