Ah, qué tiempos aquellos en los que, religiosamente, subía nuevo contenido a la web cada pocas semanas, ufano como el salteador que usa por primera vez un nódulo axiomático meta-sensorial de la Donaldson Corporation. Bueno, quizá no tanto; pero eran buenos tiempos, y nadie va a convencerme de lo contrario. Tanto, que me he propuesto recuperarlos.
Hace un par de semanas, me llegó la factura del hosting de esta web vía email (puro cyberpunk. Además, ya estaba pagada; solo constaté el hecho). Y en ese esquivo instante (¿Tanto cuesta mantener este castillo de naipes en pie?, me dije), súbitamente, lo recordé todo… Sufrí mi propio Total Recall: Hostia, ¡si yo tenía una web!
Para ahondar un pelín más en esta pequeña crisis, llevo algunos meses un tanto rácano en lo que a la escritura se refiere, y no es algo que me guste ni que me haga sentir bien (el eterno sentimiento de culpa…). Digamos que he estado más centrado en otros proyectos, motivantes e inspiradores a su manera, supongo, pero que han provocado en mí una cierta oxidación física y mental. Nunca es tarde para retomar la senda correcta.
Por lo menos, , eso sí, no he dejado de leer ni un instante…
Y eso es bueno, ¿no?
Llegados a este punto, he aquí una pequeña reseña-reflexión en torno a una de las últimas novelas que, con bastante gusto y sarna, he devorado: La transmigración de Timothy Archer (The Transmigation of Timothy Archer), del gigante Philip K. Dick.
Los que saben de esto dicen que es una obra menor. Pobres ilusos. Yo hace ya tiempo que aprendí la lección: Philip K. Dick no es un escritor de obras menores; y esta pequeña gran joya, su última antes de que abandonara este mundo por la puerta de atrás, no es una excepción.
Habrá quien diga que esto no es ni siquiera ciencia ficción (bien por ellos). Desde sus primeras historias, y es bien sabido, Dick no ha hecho sino alejarse de la ortodoxia del género para sumergirse en terrenos más cerebrales, religiosos, densos y circunstanciales. La transmigración de Timothy Archer representa la culminación de una batalla contra la realidad que, durante años, se libró en la mente de Dick y en los textos que construyó. Un trabajador prolífico, atormentado y dotado de una imaginación monumental, solo equiparable a su (entonces imprevisible) influencia posterior.
¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…
La transmigración de Timothy Archer cuenta, precisamente (¡sorpresa!), el proceso mediante el cual el intelecto del obispo Timothy Archer (o su esencia/cerebro/persona) logra migrar desde su propio cuerpo, moribundo, hasta el de otro individuo, joven y lleno de potencialidades.
A grandes rasgos, claro, pues aunque la novela no va estrictamente de esto, resulta esclarecedor que el título sea la parte más fantasiosa de la historia. Una trama que, por lo demás, profundiza en las complejas relaciones personales de una desconcertante familia de Berkeley fundada en torno al prestigioso y parlanchín obispo de California.
Es su nuera, Angel, quien lleva el peso de la narración y a través de quien accedemos al delirante universo que Dick nos ofrece. Archer es un creyente que deja de creer en su religión, a pesar de profesarla de puertas para fuera. Un cristiano ateo. La eterna contradicción dickiana: la fe ciega como puerta a la disolución absoluta del ser; o la suma de los conocimientos completos de la humanidad como la perdición última de la civilización.
Casi nada.
En el fondo de todas las metáforas y la recargada ironía, como elemento incitador y difuso (siempre difuso), Dick se apoya en una idea tan dickiana como cualquier otra: la traducción de unos manuscritos pre-cristianos que, según se descubre, detallan muchas de las prácticas cristianas años antes de que Jesucristo hubiera aparecido siquiera sobre la faz de la Tierra. Conceptos clave como el del Espíritu Santo se encontraban ya en aquellos seminales y misteriosos textos. Y más aún: la eucaristía no es el cuerpo de Cristo, sino un hongo tóxico arraigado en unas cuevas de Israel que provoca alucinaciones en quienes lo consumen.
¡Boom!
Detonante devastador y perfectamente coreografiado, además de una buena forma de licuar la mente del lector.
Clásico recurso dickiano, de un humor tan grueso (¿o fino?) como barroco. Una fe fundada sobre mentiras, al igual que la propia vida de Timothy Archer: el erudito definitivo, tan instruido y leído como vacío y estéril, incapaz de generar pensamientos propios. ¿Sus logros para ser una eminencia mundial? Recitar de memoria ideas y relatos de otros.
La sociedad aplaude su (hueca) grandeza y abraza el cristianismo como la fe definitiva (y definitoria). El paralelismo es evidente, incluso hiriente. Y, no obstante, Dick se reserva sus ases en la manga. ¿Cómo poner a un obispo que ha perdido la fe contra las cuerdas? En la mente de Dick, la respuesta es cristalina: convenciéndolo de que su hijo, recientemente fallecido, está poniéndose en contacto con él a través de sueños y misteriosos fenómenos poltergeist.
El hijo de su amante, con problemas psiquiátricos, entra y sale del hospital con la misma facilidad con la que el obispo Archer defiende y reniega del cristianismo según le convenga, ya sea para dar sermones en la iglesia o para acostarse con su amante, Kirsten. Un paralelismo que debería hacernos sospechar, quizá. O quizá no. Este joven, Bill, a quien Dick le confiere una importancia suprema, se presenta en última instancia como el más cuerdo entre los presentes. Aquel que clínicamente sufre de las más evidentes disfunciones mentales (esquizofrenia), se manifiesta como el único capaz de dar sentido a todo lo demás.
Todo son contradicciones.
Incertidumbres.
Una vidente que los tima, o no. Unos manuscritos que cambiarán la historia de la humanidad, o no. Un hijo que ha muerto, o no. Una reencarnación… ¿o un brote psicótico? El lector elige, pero elija lo que elija, Philip K. Dick ya ha ganado; y es ahí donde reside la grandeza de su prosa.
Notabilísima obra que atraerá tanto a los lectores más enfermizos de Dick como a aquellos a los que la ciencia ficción no termina de funcionarles. Original y provocadora, consumible y divertida, retorcida e irregular… Y así podría seguir; pues, en última instancia, el texto evoca ese eterno retorno que ha atormentado a tantos. Los cambios y descubrimientos que únicamente conducen a un sitio: el punto de partida.
Timothy Archer muere sólo para descubrir que acaba de nacer, al tiempo que la obra de Dick termina con esta novela y nosotros únicamente podemos constatar una cosa: que está más vivo que nunca.