Carbono modificado (Altered Carbon) es la primera entrega de la trilogía de ciencia ficción futurista protagonizada por el ex-emisario de la ONU Takeshi Kovacs. Ganó el premio Philip K. Dick al poco de ser publicada, allá por el año 2002. Con un estilo visceral, violento y, por momentos, caótico, la novela de Richard Morgan no tardó en ganar cierta popularidad entre el fandom y los consumidores más acérrimos del cyberpunk. Pero no ha sido hasta ahora, coincidiendo con el estreno de la adaptación televisiva producida por Netflix, cuando ha alcanzado a un público masivo.
En un futuro donde la muerte ha sido superada (los intelectos pueden ser salvaguardados en una pila de memoria y reinsertados en nuevos cuerpos; o fundas, como se refieren a ellos en la novela), Laurens Bancroft, un multimillonario e influyente Matusalén de la Tierra, encarga a Kovacs una desconcertante misión: descubrir quién lo ha asesinado.
Todas las pruebas apuntan a que Bancroft se suicidó, y la policía así lo ha corroborado al sobreseer el caso, pero el matu desconfía, y cree que alguno de sus múltiples antagonistas se encuentra detrás de todo. Kovacs, que se encuentra cumpliendo una condena mental en su planeta de origen, el Mundo de Harlan, es transferido a una funda nueva en la Tierra para que pueda llevar a cabo su investigación. Si la resuelve, se le promete recuperar la libertad.
Así da comienzo la odisea de destrucción, porque eso es lo que en el fondo es Carbono modificado. Un salvaje, desasosegante y degenerado camino a los infiernos de la humanidad, donde la muerte, la ambición descontrolada y el poder absoluto se dan la mano.
Las clases desfavorecidas conviven con todopoderosos personajes que han vencido a la muerte. Son los matus, como se los conoce despectivamente. Tienen a su disposición tantas fundas como necesiten, y cada vez que mueren lo único que tienen que hacer es transferir su última pila de memoria a una de ellas. Simple y elegante. Los demás no pueden permitirse tales lujos, y si bien todo hijo de vecino cuenta con su pila, la mayoría no pueden costearse cuerpos decentes. No mueren, pero tampoco terminan de vivir. Una nueva forma de control.
La violencia en Carbono modificado es desfasada, grotesca y excesiva. Y, por qué no decirlo, gratificante. Desde la primera escena, todo son vísceras y baños de sangre. Cabezas cortadas, amputaciones, cuerpos mutilados, electrocuciones… Todo vale. Las escenas de acción son poderosas; rápidas, precisas, secas, duras, viscerales y muy cinéticas. El estilo de Morgan remite al aparato cinematográfico, y dota a la novela de una de sus principales señas de identidad. Una violencia jodida para un mundo jodido y unos personajes jodidos (que no paran de joderse entre ellos).
¡Ojo! A partir de este momento, ligeros spoilers…
En este sentido, la escena de tortura en la Clínica Wei se manifiesta como el más depravado de los escarnios imaginados por Morgan. Trato de hacer memoria, pero me cuesta localizar entre mis recuerdos una escena más desagradable y desasosegante que la descrita, con cuerpos de chicas adolescentes que tienen la regla, hipersensibles, siendo el blanco de las más enfermizas técnicas de tortura de un par de matones… Todo ello dentro de un entorno virtual, con el añadido de que el paso del tiempo pierde su razón de ser. Una depravación inconmensurable.
Hace unos días publicaron una entrevista con el autor en The Guardian, encabezada por un poco sorprendente titular: Mi capacidad para la violencia no tiene límites, reconoce Morgan, quien además añade que estuvo durante un tiempo leyendo sobre distintas formas de tortura a las que han sido sometidas las mujeres disidentes en Irán y Colombia (más aquí, en inglés).
Uno de los elementos más distintivos se encuentra en su mezcla de géneros: ciencia ficción futurista y noir. Nada estrictamente nuevo, aunque sí resulta curiosa la categorización de Carbono modificado como cyberpunk. Porque aunque estrictamente lo es (¿qué duda tienes al respecto, chaval?, habrá quién se esté preguntando ahora…), chirría si uno tiene en cuenta que la trama se desarrolla en el siglo XXV… Un futuro quizás demasiado lejano para los cánones cyberpunk, obsesionado como está por presentar el hoy de dentro de unos años, no de unos siglos.
Esta contradicción es especialmente problemática en tanto que, para hacer funcionar la trama, se necesita que Kovacs, después de haber estado congelado durante más de 150 años, pueda volver al mundo para cumplir con la misión que Bancroft le encomienda. Resulta chocante, e incluso forzado, que a pesar de haberse perdido un siglo y medio de historia de la humanidad, Kovacs no parezca tener especiales dificultades a la hora de desenvolverse en el día a día. Aunque esto tampoco es Retorno de las estrellas, que dirán algunos, ni Richard Morgan es Stanislaw Lem.
Y tampoco lo pretende.
El cyberpunk suele desarrollarse en un futuro cercano. Richard Morgan amplia la horquilla en nada menos que cinco siglos. Y, lo que es más llamativo, tecnologías verdaderamente futuristas como el viaje interestelar, las transmisiones de aguja o la técnica del carbono modificado, conviven con un entorno y una sociedad que parecen más cercanas al año 2060, por decir una fecha, que al lejano e inimaginable siglo XXV.
Una concesión como cualquier otra, supongo.
La inclusión del elemento noir remite, como no podía ser de otra forma, a Blade Runner. Establecido en 1982 en la seminal obra de Ridley Scott, el nexo entre noir y cyberpunk ha funcionado siempre a la perfección. Al fin y el cabo, esa low life tan característica de los mundos cyberpunk casa bien con los estigmas de buscavidas y antisistema con los que suelen cargar los detectives del cine de Hollywood de los años cuarenta y cincuenta, y los protagonistas de la serie negra francesa de la misma época.
Rudos y solitarios, estos detectives se han adaptado con facilidad a los entornos futuristas que el cyberpunk presenta, donde el gobierno, las corporaciones y los demás estamentos sociales necesitan de hombres y mujeres dispuestos a cualquier cosa con tal de salir adelante y perpetuar un sistema insostenible y desigual.
Hay más personajes en Carbono modificado; de hecho, llevaría un párrafo entero su simple mención, pero Kovacs es el eje central e indisoluble del estilo Morgan. Podría decirse que sin él no existiría nada más. Incluso en aquellos momentos en los que sueña, está drogado, follando o siendo torturado, la narración se pliega a sus sensaciones y a su percepción. Kovacs es Carbono modificado, y en torno a él orbita todo lo demás. La novela avanza al ritmo de Kovacs, y esto, evidentemente, tiene consecuencias en el desarrollo argumental, confuso y deshilvanado.
La investigación sobre el suicidio, en apariencia imposible, del magnate Laurens Bancroft deja de ser especialmente relevante a medida que se suceden las páginas. Se va, se viene, se vuelve a ir, Kovacs mata a docenas en una clínica ilegal en la que le confunden con otra persona, 150 páginas de venganza, y vuelta a la línea argumental principal.
Las digresiones son continuas. Sueños, flashbacks, recuerdos distorsionados… Pero no diría que esto sea un problema; al contrario, dota de nuevas capas a la historia. Y permite una descripción más acertada de los nuevos tiempos, del corrompido y decadente mundo en el que Kovacs tiene que moverse, con todos sus recovecos y suciedades.
Entre tanto, numerosos personajes secundarios hacen acto de presencia, aumentando el calado de la sociedad y, sobre todo, haciendo avanzar la trama. Colaboradores y enemigos, incluyendo una inteligencia artificial que se manifiesta a través de un hotel con maquinaria de guerra y que, literalmente, despedaza a un par de matones al comienzo de las aventuras de Kovacs. ¡Bravo! Aplausos.
El trasfondo religioso con el que se pretende inundar la historia, la dicotomía vida-muerte, cristianismo-ateísmo, se antoja un tanto forzado, y la descripción de los cristianos anti-reenfundados suena más a eco del presente y crítica al inmovilismo tradicional de la institución, que a hipótesis de futuro coherente. Supongo que viene bien tenerlos por ahí quejándose y manifestándose y dando por el culo, pero poca cabida parece que tendrían en una sociedad como la descrita.
Como nota anecdótica, no deja de tener su intríngulis la cita al Valle de los Caídos. Tras su paso por España como profesor de inglés, Richard Morgan, al igual que tantos otros extranjeros que diariamente visitan Madrid, se queda con la imagen de este monumento franquista como uno de los elementos más llamativos y espectaculares de nuestra geografía. Y no solo lo nombra, sino que lo convierte nada menos en uno de los centros de operaciones de la villana de la función: Reileen Kawahara. Ahí es nada.
Llegados a este punto… ¿es merecida la fama de Carbono modificado?
Si tuviera que mojarme, respondería afirmativamente. No creo que sea una obra perfecta, ni siquiera redonda; pero es en sus aristas e imperfecciones donde encuentra su razón de ser. El estilo de Morgan es árido, ágil y desagradable, pero la trama y los personajes se ajustan a la causa. Y es en sus excesos y en sus continuas e imposibles digresiones donde Carbono modificado brilla con luz propia. Su mala leche, su rollo malsano, sus desagradecidas descripciones, su violencia, su sexo, su suciedad… Porque eso es lo que al final se lleva uno, por encima del argumento e, incluso, de sus personajes: el ruido y lo aparatoso, que penetran en la cabeza del lector con la misma facilidad con la que Kovacs elimina antagonistas.