La mayoría de los escritores, veteranos y/o neófitos, se ha hecho esta pregunta al menos una vez en su vida. Para muchos su mera mención genera tiranteces, incomodidad:
¿Qué sentido tiene cuantificar el número de palabras?
La escritura es un proceso artístico, y, como tal, no debiera estar coartada por elementos mensurables.
La cantidad no es importante; lo es la calidad.
Escribir no es un proceso matemático.
Creo que todos estos comentarios tienen parte de verdad, pero solo parte. La escritura es una manifestación artística. Y también un oficio. Sin oficio, es prácticamente imposible que puedan alcanzarse ciertas cotas artísticas. Como ya dijo en su día Pablo Picasso, la musa es caprichosa: Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando. En este sentido, siempre será más probable que la inspiración le alcance a uno trabajando si se dedica más tiempo a la escritura.
Por otro lado, la práctica hace al maestro. Es de Perogrullo. Pero a veces parece que por tratarse de letras, palabras, frases, párrafos, conceptos tan manidos y que, a priori, cualquiera puede manejar (¿quién en los países desarrollado y en el siglo XXI no sabe escribir?), carece de la adecuada importancia. La rutina y el hábito son elementos clave. Un escritor no debería ser considerado como tal a menos que escriba de forma regular.
Llegados a este punto, ¿cuántas palabras escribir entonces al día? Las respuestas son prácticamente infinitas, y cada persona tendrá la suya propia, la que más se ajuste a su forma de ser, a su tiempo libre y a sus actividades cotidianas. No obstante, existen algunas consideraciones relevantes que pueden ser de ayuda para cualquier escritor que se encuentre dándole vueltas a esta pregunta.
Por un lado, la propia mensurabilidad. Reducir un texto, ya sea un librito, un gran volumen o un artículo, a un número objetivo de palabras posee varias virtudes. La primera es la tangibilidad. 1.000 palabras, 5.000, 15.000, 175.000 nos acercan a una realidad palpable y definida. Ya no estamos hablando de conceptos artísticos etéreos y difusos, sino de realidades cuantificables.
Una pequeña novela de unas 200 páginas equivale a 70.000 palabras. Suena más asequible, ¿verdad? ¿Y no suena incluso más alcanzable si trasladamos esas 70.000 palabras a una escritura de 1.000 palabras al día? Escribiendo esa cantidad diaria de palabras es posible tener un primer borrador de novela en 70 días; poco más de dos meses.
Con 1.000 palabras al día es posible escribir 365.000 al año. Las cifras comienzan a dar vértigo, y no son más que meros ejercicios de aritmética básica. Eso da para 5 novelas cortas al año (de unas 70.000 palabras) o 3 largas (de unas 150.000 palabras).
Centrémonos ahora en la cantidad diaria. ¿Por qué 1.000 palabras? La mayoría de escritores no pueden dedicar el cien por cien de su tiempo a la escritura. Es una profesión árida y compleja, con mucha competencia, y solo unos pocos, después de años de perfeccionamiento de su técnica y su estilo, y tras haber escrito, literalmente, cientos de miles o millones de palabras, son capaces de ganarse la vida únicamente con lo que escriben. ¿Es posible? Desde luego. ¿Fácil? Para nada.
Partiendo de la base de que, como escritor, uno aspira a escribir y, en un futuro, ganarse la vida con lo que escribe, la cifra de las 1.000 palabras al día habría de ser eso mismo: una aspiración. Pero vayamos por partes. Escribir 1.000 palabras puede ser más o menos difícil en virtud de la experiencia de cada uno con la escritura; del oficio, en definitiva. Por eso empezaba este texto haciendo referencia a todas las tiranteces que suele producir el hablar de números a la hora de referirnos a la escritura; son fríos, inertes… pero objetivos, al fin y al cabo.
Lo primero de todo es lograr un hábito. Si una persona de verdad anhela escribir, encontrará un hueco en su día a día para hacerlo. Por supuesto, dependerá de la vida de cada uno que ese hueco esté concentrado en las mañanas, las tardes o las noches. Hay mil escenarios posibles.
En mi caso, tengo un trabajo de oficina de ocho horas diarias de lunes a viernes. Desde las 9:30 a las 18:30 me es imposible. El trabajo me absorbe por completo. Las tardes, a pesar de atractivas, son peliagudas. A veces voy al gimnasio, quedo con amigos, o me surgen obligaciones y recados varios que realizar. Hay días en los que llego a casa después del trabajo y puedo ponerme a escribir, pero no suele ocurrir con la regularidad deseable; y eso es lo que estamos buscando ahora: regularidad. Además, la tarde/noche es la última etapa del día. Es normal y comprensible llegar cansado a casa después de una larga jornada de trabajo. A mí, por lo menos, me cuesta concentrarme y sacar nada provechoso de mi maltratado y aletargado cerebro.
Pero, ¿y las mañanas? Entro a las 9:30. Por fortuna, no tardo demasiado en llegar al trabajo (y, si tardara, probablemente también lo aprovecharía de algún modo: leer, tomar notas, estructurar la historia en la que trabajo…). ¿Por qué no levantarse a las 6:30?, me dije un día. Al fin y al cabo, es la hora a la que mucha gente se levanta para ir a trabajar. Dicho y hecho. Un lunes lo hice. Y escribí de 6:30 a 8:45, aproximadamente. Eso son casi dos horas. Y no solo eso: son dos horas en las que estoy muy despierto, descansado, motivado.
Descubrí que lo más importante es la motivación (menuda revelación, ¿no?). Hay que saber encontrarla, pero una vez conseguido es fácil sacar un hueco. Y después del lunes, vino el martes, el miércoles, etc. Terminada la semana, analicé los resultados. Despertarse antes por la mañana implica acostarse más temprano por las noches. Decidí que no necesitaba tanto tiempo por la mañana. Hice pequeños reajustes y terminé por cerrar mi horario: me levanto a las 6:30 y comienzo a escribir a las 7:00. Termino a las 8:45. Eso son 75 minutos. De lunes a viernes. Invariables.
Entre los múltiples beneficios de este hábito, hubo uno en concreto que me sorprendió muy gratamente. Al hacer algo que me motivaba tanto, al ver por fin frutos, miles de palabras escritas al mes, progreso, me sentía también mejor el resto del día. Iba al trabajo de mucho mejor humor, consciente de que ya había hecho una de las cosas más importantes del día: escribir; algo que es mío, personal e intransferible.
Esto terminó por redundar en mi ánimo general y dejé de sentir presión por escribir al regresar a casa por la tarde. Era libre. Ya había escrito por la mañana y había superado mi ración diaria. Así, de una forma tan sencilla (y lógica), dejé de sentir presión por escribir. Ahora, dependiendo del día, puedo aprovechar algún rato muerto por las tardes o noches para escribir. O no. Si lo hago, genial, pues engroso aún más mi particular recuento de palabras escritas. Pero si no, no pasa nada. Ya he cumplido. Mañana será otro día y podré volver a cumplir.
Los fines de semana son mis comodines. La idea es escribir también 1.000 palabras al día. De primeras, se trata de una tarea mucho más sencilla. Basta con sacar un rato cada día, o un rato largo uno de los dos días, y descansar el domingo. Existen autores que logran sus mejores resultados el fin de semana, pues pueden poner en práctica estrategias de escritura basadas en pasar largos periodos de tiempo escribiendo.
El hábito lunes-viernes favorece la horizontalidad, es decir, la escritura constante en bloques pequeños de tiempo. Ciertos autores prefieren menos constancia y bloques más largos de tiempo; la verticalidad. Yo no soy de ese tipo de escritores, pero aquellos que lo son son capaces de concentrar cinco, seis, siete horas de trabajo en un solo día. Con ello, producen el mismo número de palabras esos pocos días que los que pueden producirse linealmente de lunes a viernes.
Cada estrategia tiene sus peculiaridades, y hasta que uno no las prueba no sabrá cuál se ajusta mejor a su forma de pensar y trabajar. Me atrevería a decir que son incluso compatibles. Según las necesidades de cada uno y la época del año, pueden trabajarse conjuntamente.
Volviendo al asunto: ¿por qué 1.000 palabras? No es necesario escribir 1.000 palabras el primer día que uno se ponga. De hecho, es probable que, en ausencia de práctica, resulte imposible o lleve más horas de las deseables. Un ritmo de 1.000 palabras de escritura por hora es factible y realizable. Ahora bien, no habría que obsesionarse con ello. Hay que tomarlo más como una meta, un reto; un objetivo que se terminará alcanzando, tarde o temprano, siempre y cuando se potencie el hábito.
Del mismo modo, a la hora de comenzar puede tener más sentido hablar de minutos dedicados a la escritura que de número de palabras producidas. La clave es encontrar al menos 45 minutos cada día. Si son 60, mejor. Y si son 75, probablemente mucho mejor. O quizá no. Cada cual ha de aprender cómo funciona mejor, cuándo, y durante cuánto tiempo. Y esto solo se aprende practicando. Escribiendo en momentos distintos del día, y durante periodos de tiempo igualmente variables.
Con 60 minutos al día, una persona sin demasiada práctica debería ser capaz de escribir sin demasiada dificultad 500 palabras; quizá 750. Bien, ¡ese es un gran comienzo! Si uno se para a pensar en ello, no está mal que, sin tener apenas práctica, puedan escribirse 500 palabras al día. ¡Eso es una novela corta en 4-5 meses! La práctica constante hará que el estilo se vaya depurando, que las cosas vayan saliendo más fáciles, más sencillas, y que lo que antes eran 500 palabras por hora, se transformen en 750, 1.000 o 1.500. Porque sí, así es. Hay autores que pueden lograr esos ritmos de escritura. 1.500 o 2.000 palabras por hora. Y más aún: hay autores que no escriben solo durante una hora, sino que lo hacen durante dos o tres al día.
Comenzamos a movernos en cifras de vértigo. 1.500 palabras por hora, trabajando tres horas al día, son… ¡4.500 palabras por jornada! O, lo que es lo mismo, 135.000 palabras al mes y… ¡más de 1.600.000 palabras al año! Eso son más de 10 novelas largas…
Es solo aritmética. Ni que decir tiene que un borrador es eso; un material de trabajo que habrá de ser revisado, pulido y todavía trabajado en profundidad. Pero el borrador es el material más complejo y preciado. Una vez se tiene, todo es más sencillo, más llevadero; más tangible. Nadie escribe 10 novelas al año (alguien habrá, desde luego), pero tampoco es el objetivo.
El objetivo es escribir. Hacerlo regularmente. Mejorar en nuestra escritura y, claro, terminar las obras que se empiezan. La satisfacción es enorme. Y si uno sueña con ganarse la vida escribiendo, ha de tomarse muy en serio la cuantificación de sus jornadas. Contar palabras, minutos, horas invertidas por día, ritmos.
Llegados a este punto, creo interesante, motivador y muy ilustrativo comentar brevemente el número de palabras que algunos famosos escritores escriben (o escribían) al día. Resulta significativo, sobre todo porque los hay que se conforman con 500 palabras al día (tal era el caso de nada menos que Ernest Hemingway). Sí, solo 500. Menos de las que uno puede generar a poco que se ponga una hora a escribir. Por supuesto, cada cual tiene sus propios baremos, y los hay que escriben directamente a modo borrador, y quienes cuidan ya desde el primer instante la calidad de cada una de sus frases, lo que inevitablemente lleva aparejada una mayor inversión de tiempo por palabra.
Dentro de las 1.000 palabras se encuentran la mayoría (como el genial J. G. Ballard), si bien es posible encontrar casos de mayor producción literaria: 2.000 al día (Stephen King), 3.000 (Arthur Conan Doyle)… ¡y hasta 10.000! Por lo visto eso es lo que Michael Crichton era capaz de producir durante los últimos años de su carrera.
Por supuesto que no tiene sentido aspirar a estas cifras de la noche a la mañana, pero sí conviene tenerlas en mente. Deberían ser nuestras metas. Los hombres y mujeres en los que fijarnos, a los que admirar, a los que perseguir en nuestro intento por lograr su oficio. Como con todo, es solo cuestión de práctica; y la práctica hace al maestro, da igual el campo. Escribir es un oficio como cualquier otro. Crear el hábito es la clave. Encontrar la motivación es el principio.
Así pues, ¿cuántas palabras escribir al día? Las suficientes con las que uno se sienta cómodo como para hacerlo con regularidad. Ni más, ni menos.