Original de Netflix. Un chaval de un barrio de clase obrera londinense ve cómo su vida da un giro radical cuando, al huir de unos atacantes enmascarados, es alcanzado por un disparo. La bala destroza su teléfono móvil, con el que pretendía pedir auxilio, y, de paso, deposita metralla y componentes electrónicos en su cerebro, confiriéndole en el proceso unas inesperadas y llamativas habilidades.
Dirigida por el casi debutante Adam Randall (Level Up [2016]) y basada en la novela homónima de Kevin Brooks, iBoy se erige como una estimable producción de superhéroes de bajo presupuesto pensada para las nuevas generaciones (ha costado 1,5 millones de dólares, en contraste con los 180 de Thor: Ragnarok [Taika Waititi, 2017] o los 250 que, se dice, ha dilapidado La Liga de la Justicia [Justice League, Zack Snyder y Joss Whedon, 2017]).
Muy en la línea de los héroes de cómic (y sus adaptaciones cinematográficas), Tom (interpretado por Bill Miner, a quien pudo verse hace unos años en X-Men: Primera generación [X-Men: First Class, Matthew Vaughn, 2011]) adquiere sus poderes de una forma un tanto peregrina. Y más allá de lo, a priori, forzado del concepto (fragmentos de móvil alojados en distintas partes del cerebro que permiten a su portador realizar todo tipo de operaciones informáticas y hackeos a distancia), la idea posee cierto atractivo. Más aún: es funcional.
¡Ojo! A partir de este momento, spoilers severos…
Los elementos cyberpunk en iBoy, si bien escasos, poseen cierta relevancia. La telefonía móvil se alza con el protagonismo. Aunque, más que móviles en sentido estricto, se trata de dispositivos electrónicos de última generación. Tom, tras sufrir el ataque y despertar de un coma profundo, comienza a percibir una realidad ajena a la suya; la realidad de los datos y la información.
En un principio, se ve desbordado. Su cerebro, maltrecho y abierto a nuevas fronteras, es incapaz de procesar tal cantidad de datos; mucho menos de utilizarlos. Pero no tarda en adaptarse, y lo que empieza discretamente con el envío de algunos mensajes de texto, pronto se desarrolla y se transforma en algo más llamativo (y peligroso).
Uno de los momentos más destacados se produce cuando, en pleno ataque, Tom visiona online vídeos sobre técnicas de lucha (recordando la seminal escena de Matrix [The Matrix, Lilly y Lana Wachowski, 1999] en la que Neo aprende kung-fu en un abrir y cerrar de ojos) mientras, sigilosamente, se aproxima por la espalda a un matón. No solo accede a información acerca de llaves, reducciones, luxaciones, sino al historial clínico de su víctima, detectando algunos de sus puntos débiles y valiéndose de ellos para dejarle fuera de combate.
El problema, sin embargo, es que los original y lo vistoso forman parte de la excepción. El filme se mueve en su mayoría por terrenos demasiado reconocibles y ya transitados. Poca novedad. El tramo final, con un Tom desatado y metido hasta el cuello en un turbio asunto con cabecillas mafiosos de por medio, termina por ir demasiado lejos. El rigor inicial da paso a una sucesión de momentos un tanto confusos y fuera de tono.
No obstante, el planteamiento narrativo resulta estimulante. El late motiv es simple (como todo en el filme) pero efectivo: la venganza. En torno a ella órbita Tom, una especie de loser, geek, introvertido, pero no hasta límites risibles ni poco creíbles; al contrario.
Sin figura paterna a la vista y enamorado de su compañera de clase Lucy (Maisie Williams), es yendo a casa de esta para estudiar juntos cuando se topa con cuatro desconocidos que están violándola y grabándolo todo. Uno de ellos le dispara. Con sus nuevos poderes, y toda vez que se siente carcomido por los remordimientos de haber huido cuando su amiga más lo necesitaba, tratará de identificar a los responsables.
Llegados a ese punto, poco importa que las motivaciones de los responsables sean endebles. La acción se desarrolla en un mal barrio, obrero, en la cosmopolita Londres, donde las bandas callejeras y los matones que aspiran a cabecillas controlan el cotarro. Una lucha de clases un tanto cogida con pinzas, pero funcional y creíble. Los malos no son tan malos, solo tipos que han tenido una vida alienada, sin mucha oportunidad, donde la vía fácil ha resultado ser el crimen. Y hacen méritos para ello.
Tom comienza a cerrar el cerco en torno a ellos, y descubre que los cuatro encapuchados son no solo vecinos, sino compañeros de clase. Los acosa, los pone contra las cuerdas, y decide ir más arriba en el escalafón: a por su jefe. Y después a por el jefe de su jefe, en una escalada en la que la venganza se desdibuja y la cruzada vigilante a lo Charles Bronson en su saga del justiciero de la ciudad se manifiesta como la referencia más cercana, con las salvedades evidentes. Los elementos noir introducen cierto interés, pero no son lo suficientemente novedosos ni poderosos como para elevar el conjunto por el encima de la media.
Por lo demás, la dirección es solvente; los escenarios, escasos, pero opresivos; la química entre la pareja protagonista, adecuada (no tanto entre el resto del elenco; Rory Kinnear interpreta al jefe mafioso, Ellman, con cierta clase, aunque visitando demasiados lugares comunes). Una producción de bajos vuelos, modesta, pero que juega con la baza de la inexistencia de expectativas. Y, como tal, puede terminar por entretener, y, por momentos, captar el interés. Muy para completistas, en cualquier caso.