Tras años de especulaciones e idas y venidas, el remake hollywoodiense de Ghost in the Shell vio al fin la luz hace apenas unas semanas. El interés por ver hasta qué punto se habían respetado (o no) el trabajo original de Masamune Shirow, los animes de Mamoru Oshii o la estética general de la historia, hizo del evento una cita ineludible para los numerosos fans de la saga diseminados por el mundo. El miedo, no obstante, era directamente proporcional a la expectación, y es que la industria occidental rara vez ha salido bien parada a la hora de adaptar historias y narrativas orientales.
Como cualquier aficionado medio al cyberpunk sabe, Ghost in the Shell (en cualquiera de sus manifestaciones: mangas, animes, series u OVAs) es uno de los pilares fundamentales del género. Se encuentra a la altura de obras seminales como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Akira (Katsuhiro Ōtomo, 1988), Días extraños (Strange Days, Kathryn Bigelow, 1995) o Matrix (The Matrix, Lilly y Lana Wachowski, 1999), por citar solo algunos ejemplos. Y puede no ser fundacional, pero la influencia de su historia y lo nítido, clarividente y desgarrador de sus imágenes la han establecido como un referente ineludible del género.
En la obra cinematográfica que nos ocupa, Mira (Scarlett Johansson) representa a la primera de su especie: un(a) cyborg cuyo único elemento humano se encuentra albergado en su cerebro, el famoso «ghost in th shell»; una mente atrapada dentro una coraza robótica. Poco después de su creación, la Hanka Robotics decide integrarla en la Sección 9, un operativo gubernamental secreto que se encarga de hacer frente a diversas amenazas de corte estatal.
Dentro de la organización, Mira se establece como la Major, una integrante clave del equipo, inteligente, poderosa y letal, toda vez que su organismo cibernético le permite llegar más lejos de lo que cualquier otro soldado es capaz. Ante cualquier daño, solo ha de que someterse a las pertinentes reparaciones de su parte mecánica para volver a estar lista para la acción. Su mente humana, por lo demás, garantiza que sus decisiones posean un halo de creatividad e improvisación del que cualquier otra inteligencia artificial carece, convirtiéndola en una máquina de combate altamente cualificada. No obstante, las dudas en torno a su pasado no dejan de acecharla y atormentarla. ¿Quién es realmente? ¿Por qué la sometieron a aquel experimento? ¿No estaría mejor muerta que en esa suerte de «vida»?
En una maniobra ciertamente arriesgada y cuestionable, Paramount Pictures decidió entregar la dirección de esta superproducción (160 millones de dólares, sin contar los gastos en publicidad y copias) a Rupert Sanderns, responsable de la estimable aunque no especialmente relevante Blancanieves y la leyenda del cazador (Snow White and the Huntsman, 2012).
¡Ojo! A partir de este momento, ligeros spoilers…
Visualmente, el filme de Sanders cumple sobradamente con las expectativas. Me atrevería a apuntar que el diseño de producción es lo más destacado de la cinta; las imágenes de los bajos fondos de la ciudad, el extravagante vestuario de unos y otros, las holografías de las distintas corporaciones y la presencia continua y continuada de spots de los distintos productos y servicios a la venta, etc.
La recreación es riquísima en matices. A decir verdad, me gustaría volver a ver la película solo por perderme en sus escenarios, sus decorados y sus fantásticos y puntillosos detalles. Como alguien ha apuntado, la representación de la ciudad bebe mucho de Blade Runner pero, a diferencia de la obra de Ridley Scott, esta lo hace a plena luz del de día.
Ahora bien, todo lo bueno que Ghost in the Shell: El alma de la máquina (de ahora en adelante, me referiré a ella como Ghost in the Shell a secas; ese «alma de la máquina» no deja de sonarme un tanto artificioso e impostado) posee a un nivel de ambientación y recreación no es suficiente como para desplazar esa constante e incómoda sensación de que las cosas parecen demasiado bonitas y limpias.
Falta, y mucho, ese punto grotesco del cine de Cronenberg u Ōtomo, esa mala leche y visceralidad de Verhoeven, ese espectáculo sucio, decadente e hiperviolento que, en definitiva, caracteriza al cyberpunk. Se echa en falta algo más de «punk». Es por eso que, en la práctica, Ghost in the Shell, salvo en contadas excepciones, parece cartón piedra; irreal. Carece de garra, fuerza, sangre, aceite, olor a muerte, a decadencia, a indecencia… Hay atisbos, intentos, momentos de lucidez visual, pero son en su mayor parte fallidos o incompletos.
Asimismo, a uno la queda la sensación de que no se profundiza verdaderamente en el alcance de las dudas existenciales de la Major Motoko en cuanto a cyborg que es, parte humana y parte máquina. Se plantean ciertas incongruencias, ciertas contradicciones; se apuntan, se delinean, pero no hay una profunda introspección. El villano de la trama, Kuze (Michael Pitt), sufre de las mismas deficiencias narrativas; su trasfondo psicológico no termina de ser satisfactorio. Ambos, Moloko y Kuze, anhelan conocer más sobre su pasado, sobre sus creadores; sin embargo, el filme no resuelve esa búsqueda de manera acorde a las expectativas generadas.
Si la línea argumental se estanca, es precisamente por la escasa capacidad narrativa del filme a la hora de ir más allá de lo borroso y lo superficial. En su lugar, ofrece una lectura endeble y, en su mayor parte, irrelevante. Las ambiciones y motivaciones de Kuze, de hecho, se antojan un tanto maniqueas para lo que la trama exigía. Lejos quedan otras consideraciones y reflexiones en torno al alcance de la humanidad de estos seres, o de su dicotomía en cuanto a entes mitad biológicos, mitad robóticos; un elemento esencial en los mangas y en los animes.
En esta misma línea se mueven los personajes secundarios. Con la excepción de Aramaki (Takeshi Kitano), pareciera que las motivaciones y los rasgos más elementales del resto de participantes en la trama se hubieran obviado en pos de una simplificación narrativa extrema. Esto es Hollywood, dirán algunos… Bueno, es posible que esto sea lo máximo a lo que el Hollywood reciente puede llegar, pero no debemos olvidar que algunas de las grandes obras del género nacieron en el seno de los grandes estudios. Son los que tienen los medios necesarios para montar empresas de la magnitud y el calibre que estas obras requieren.
A pesar de la complejidad de la empresa y de lo irregular del resultado final, Ghost in the Shell posee ciertos elementos reivindicables. Es más, me atrevería a considerarla de obligado visionado para cualquiera que sienta una mínima atracción hacia el cyberpunk y la ciencia ficción en general. Ahora bien, este no es el Ghost in the Shell que pasará la historia; ni el Ghost in the Shell en imagen real con el que todos habíamos soñado. Y quizá esto no sea algo necesariamente malo. Quizá el filme no sea sino la constatación (una más) de lo verdaderamente magistral que es el anime de Mamoru Oshii.
Quizá.